El secreto del sumario
Es curioso ver con qué rapidez se ha cerrado el debate sobre la propuesta del ministro de Justicia de multar a los medios de comunicación que publiquen datos de sumarios judiciales declarados secretos.
La propuesta del ministro Catalá adolecía de serios defectos, sin duda. Señalaba un problema –la vulneración de la presunción de inocencia y el entorpecimiento de la labor de la justicia causados por la publicación de sumarios– pero, en vez de proponer medidas para evitar las filtraciones, que sin duda es lo que cabe esperar del máximo responsable de la justicia, desviaba la responsabilidad hacia los medios de comunicación. Es decir, escurría el bulto y proponía matar al mensajero.
Además, la propuesta era sospechosa de oportunismo y de tratar de defender los intereses del PP en un momento en el que las filtraciones judiciales están sacando a la luz embarazosos escándalos de corrupción en los que están implicados políticos que militan en sus filas. No era absurdo preguntarse si el ministro pretendía evitar nuevas revelaciones sobre el caso Gürtel, sobre el caso Rato, sobre los manejos del presidente de la Diputación de Valencia o sobre la operación Púnica.
Era comprensible, por ello, que la reacción fuera muy negativa. Desautorizado de forma rotunda por la vicepresidenta y sometido a un alud de críticas de los partidos políticos, el suyo incluido, y de los medios de comunicación, el ministro no tuvo más remedio que retirar su propuesta y silbar Siboney. Unanimidad plena: a todo el mundo le parecía un error.
Sin embargo, el problema sigue ahí. ¿No estamos todos de acuerdo en que hay que respetar la presunción de inocencia de los acusados, por graves o reprobables que sean los delitos de los que se les acuse? ¿No es cada vez más evidente que la publicación de informaciones procedentes de sumarios declarados secretos conduce a un juicio paralelo ante la opinión pública en el que la presunción de inocencia de los acusados es aplastada de forma implacable? ¿No es obvio que hay actuaciones judiciales que deben ser secretas, para no alertar a los culpables de los delitos investigados?
La propuesta del ministro Catalá no era afortunada. Pero me sorprende que –con la excepción de alguna carta al director, como la de Pere Huguet i Millán, el sábado pasado– no se haya aprovechado para abrir un debate sobre las medidas que se podrían adoptar para evitar las filtraciones. Parece como si, en el fondo, a todo el mundo le diera igual. Como si un espeso manto de resignación impidiera reflexionar sobre el asunto.
A lo largo de mi carrera como funcionario, he manejado en ocasiones documentos que habrían podido producir un cierto impacto en las primeras páginas de los periódicos. Eran documentos delicados sobre conversaciones o gestiones diplomáticas a los que a menudo tenían acceso muchas personas. Nunca se filtró ninguno de ellos. Es más: nunca se me pasó por la cabeza que se pudieran filtrar. En los casos muy contados en que he tenido noticia de filtraciones, se trataba de documentos de muy segundo orden o en los que se advertía un claro abuso por parte de los responsables políticos (por ejemplo, la circular a todos los diplomáticos en el exterior para que difundieran que el atentado del 11-M había sido obra de ETA). En las filtraciones verbales, algo más frecuentes, muchas veces el responsable de la filtración era el ministro o alguno de sus colaboradores más directos, que eran quienes más contacto tenían con la prensa.
No tengo la menor duda de que la razón por la cual en la Administración las filtraciones son tan escasas es el estricto sentido del deber y la profesionalidad de los funcionarios implicados. A nadie le pasa por la cabeza revelar secretos a los periodistas, ni a los periodistas pedirlo. Supongo que la inmensa mayoría de los funcionarios de la administración de justicia y de los letrados con acceso a los sumarios comparten este sentido del deber. ¿Por qué se producen filtraciones, entonces? La presión mediática a la que están sometidos es mucho mayor. Es posible, además, que personas poco escrupulosas ofrezcan dinero. Pero intuyo que la razón de fondo es que hay una gran desmoralización y que prevalece el sentimiento de que da igual y de que todo vale.
Es un sentimiento que, una vez se apodera de un determinado ámbito administrativo, es muy difícil de erradicar, y lo ocurrido con la propuesta del ministro Catalá y con el non nato debate sobre las filtraciones no hará sino alimentarlo. Cerrar el debate en falso, como se ha hecho, equivale a resignarse a una justicia cada vez más grotesca, más influida por los cambios de humor de los tertulianos y por los albures de la agenda informativa. Una justicia en la que, cuando estén implicadas personas con proyección pública, la sospecha será, cada vez más, sinónimo de culpa y en la que la pena de telediario acabará siendo la condena principal y las impuestas en su caso por los tribunales, accesorias.
La propuesta de Catalá no era afortunada, pero sería bueno abrir un debate sobre medidas para evitar las filtraciones