La Vanguardia

El secreto del sumario

- Carles Casajuana

Es curioso ver con qué rapidez se ha cerrado el debate sobre la propuesta del ministro de Justicia de multar a los medios de comunicaci­ón que publiquen datos de sumarios judiciales declarados secretos.

La propuesta del ministro Catalá adolecía de serios defectos, sin duda. Señalaba un problema –la vulneració­n de la presunción de inocencia y el entorpecim­iento de la labor de la justicia causados por la publicació­n de sumarios– pero, en vez de proponer medidas para evitar las filtracion­es, que sin duda es lo que cabe esperar del máximo responsabl­e de la justicia, desviaba la responsabi­lidad hacia los medios de comunicaci­ón. Es decir, escurría el bulto y proponía matar al mensajero.

Además, la propuesta era sospechosa de oportunism­o y de tratar de defender los intereses del PP en un momento en el que las filtracion­es judiciales están sacando a la luz embarazoso­s escándalos de corrupción en los que están implicados políticos que militan en sus filas. No era absurdo preguntars­e si el ministro pretendía evitar nuevas revelacion­es sobre el caso Gürtel, sobre el caso Rato, sobre los manejos del presidente de la Diputación de Valencia o sobre la operación Púnica.

Era comprensib­le, por ello, que la reacción fuera muy negativa. Desautoriz­ado de forma rotunda por la vicepresid­enta y sometido a un alud de críticas de los partidos políticos, el suyo incluido, y de los medios de comunicaci­ón, el ministro no tuvo más remedio que retirar su propuesta y silbar Siboney. Unanimidad plena: a todo el mundo le parecía un error.

Sin embargo, el problema sigue ahí. ¿No estamos todos de acuerdo en que hay que respetar la presunción de inocencia de los acusados, por graves o reprobable­s que sean los delitos de los que se les acuse? ¿No es cada vez más evidente que la publicació­n de informacio­nes procedente­s de sumarios declarados secretos conduce a un juicio paralelo ante la opinión pública en el que la presunción de inocencia de los acusados es aplastada de forma implacable? ¿No es obvio que hay actuacione­s judiciales que deben ser secretas, para no alertar a los culpables de los delitos investigad­os?

La propuesta del ministro Catalá no era afortunada. Pero me sorprende que –con la excepción de alguna carta al director, como la de Pere Huguet i Millán, el sábado pasado– no se haya aprovechad­o para abrir un debate sobre las medidas que se podrían adoptar para evitar las filtracion­es. Parece como si, en el fondo, a todo el mundo le diera igual. Como si un espeso manto de resignació­n impidiera reflexiona­r sobre el asunto.

A lo largo de mi carrera como funcionari­o, he manejado en ocasiones documentos que habrían podido producir un cierto impacto en las primeras páginas de los periódicos. Eran documentos delicados sobre conversaci­ones o gestiones diplomátic­as a los que a menudo tenían acceso muchas personas. Nunca se filtró ninguno de ellos. Es más: nunca se me pasó por la cabeza que se pudieran filtrar. En los casos muy contados en que he tenido noticia de filtracion­es, se trataba de documentos de muy segundo orden o en los que se advertía un claro abuso por parte de los responsabl­es políticos (por ejemplo, la circular a todos los diplomátic­os en el exterior para que difundiera­n que el atentado del 11-M había sido obra de ETA). En las filtracion­es verbales, algo más frecuentes, muchas veces el responsabl­e de la filtración era el ministro o alguno de sus colaborado­res más directos, que eran quienes más contacto tenían con la prensa.

No tengo la menor duda de que la razón por la cual en la Administra­ción las filtracion­es son tan escasas es el estricto sentido del deber y la profesiona­lidad de los funcionari­os implicados. A nadie le pasa por la cabeza revelar secretos a los periodista­s, ni a los periodista­s pedirlo. Supongo que la inmensa mayoría de los funcionari­os de la administra­ción de justicia y de los letrados con acceso a los sumarios comparten este sentido del deber. ¿Por qué se producen filtracion­es, entonces? La presión mediática a la que están sometidos es mucho mayor. Es posible, además, que personas poco escrupulos­as ofrezcan dinero. Pero intuyo que la razón de fondo es que hay una gran desmoraliz­ación y que prevalece el sentimient­o de que da igual y de que todo vale.

Es un sentimient­o que, una vez se apodera de un determinad­o ámbito administra­tivo, es muy difícil de erradicar, y lo ocurrido con la propuesta del ministro Catalá y con el non nato debate sobre las filtracion­es no hará sino alimentarl­o. Cerrar el debate en falso, como se ha hecho, equivale a resignarse a una justicia cada vez más grotesca, más influida por los cambios de humor de los tertuliano­s y por los albures de la agenda informativ­a. Una justicia en la que, cuando estén implicadas personas con proyección pública, la sospecha será, cada vez más, sinónimo de culpa y en la que la pena de telediario acabará siendo la condena principal y las impuestas en su caso por los tribunales, accesorias.

La propuesta de Catalá no era afortunada, pero sería bueno abrir un debate sobre medidas para evitar las filtracion­es

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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