«Donde está la Iglesia todo se vuelve fértil»
Hace unos meses me contaba un buen amigo la devastación humana (cultural, moral y espiritual) que estaba teniendo lugar en una comarca europea, ya profundamente descristianizada. No hablaba a humo de pajas, sino que manejaba informes concretos sobre adicción a las drogas, disolución de la familia, violencia juvenil… Y con un punto de amargura me explicaba que, por unos u otros motivos, la presencia de la Iglesia había ido convirtiéndose casi en residual en esa comarca. «Y cuando la Iglesia abandona, siempre ocupan el territorio los bárbaros», espetó lacónicamente.
Esta impactante afirmación me hizo pensar en un pasaje de la encíclica Lumen fidei, donde el papa Francisco afirma que «si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos solo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida». Naturalmente esta realidad también podemos observarla a la inversa. Cuando las soberbias construcciones del mundo antiguo se desmoronaban hasta quedar reducidas a cascotes, caló entre la población el sentimiento de que el caos conduce la historia y solo queda como salida el «sálvese quien pueda». Entonces sucedió que unos extraños hombres se reunieron para rezar y trabajar en el campo o en el bosque, excavando y construyendo, mientras que otros estaban sentados en el frío del claustro, cansando sus ojos y concentrando sus mentes en copiar penosamente los manuscritos que se habían salvado de la quema. «Poco a poco los bosques pantanosos se fueron convirtiendo en ermita, casa religiosa, granja, abadía, pueblo, seminario, escuela, y, por último, en ciudad», escribe el beato John Henry Newman.
Pero no hablemos solo del pasado. Tengo en mi mesa la crónica de un rincón olvidado del mundo, Gambella, en el sudoeste de Etiopía. Allí el obispo es acogido por los niños cuando llega en su jeep al grito de «¡Abba Angelo!». Y hasta los soldados se cuadran y saludan. Y no por el “poder” del obispo según los cánones al uso, sino por la fuerza de bien que su presencia representa. «Donde está la Iglesia todo se vuelve fértil, dicen los campesinos, incluso el agua se torna más pura». En la zona pulula la guerrilla y aumentan los refugiados procedentes de Sudán, el hambre muerde cada mañana y la sequía parece acorchar todas las esperanzas. Pero allí trabaja Abba Angelo, sus curas, sus catequistas y sus monjas, y esa presencia mueve el mundo de los pobres campesinos de un poblado innombrable aunque las ggrandes cabeceras de prensa no lo reflejen.
No sé si aquí, en nuestra querida España, ccon veinte siglos de hermosa tradición cristiana, seríamos capaces los propios católicos de proclamar sin sonrojo algo parecido: «Donde está la Iglesia todo se vuelve fértil». Pero aunque nos ppudieran los respetos humanos, es literalmente cierto que en cualquier barrio de Madrid, Sevilla o Barcelona podemos encontrar historias semejantes donde la “caritas”, la libertad que se mueve para afirmar el bien del otro, construye hhistoria, genera sociedad, mantiene la esperanza, confunde a los cínicos. Nuestras ciudades ppueden ser hoy como los campos medievales, en lolos que hombres y mujeres movidos por el encuentro con Cristo generan espacios donde se custodia lo humano en medio del vendaval.
Con esto no quiero decir, en absoluto, que totodo sea perfecto y maravilloso en la vida de la Iglesia. ¡Demasiado evidentes son nuestras goteras, límites y pecados! La paradoja es que estando hechos de la misma pasta que todos los demás, los cristianos llevan consigo un tesoro que les permite hacer presente algo distinto. Lo decía maravillosamente la Carta a Diogneto: «Habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario».
En nuestras ciudades “líquidas”, marcadas por la cultura de lo relativo y de lo efímero, la presencia de la Iglesia abre la razón a las grandes preguntas sobre el significado de la vida, sobre el bien y la justicia, sobre el destino de las cosas que amamos. Lo hace, naturalmente, a través de su predicación y de la celebración de los sacramentos, pero también mediante las iniciativas educativas que nacen de ella, y, sobre todo, mediante el testimonio de los cristianos allí donde viven, trabajan y descansan.
Pero, además, allí donde la Iglesia se hace presente (por pobre y limitada que sea su expresión) se afirma de manera práctica el valor incondicional de cada perso- na, independientemente de sus circunstancias. Los pobres son atendidos, los enfermos acompañados, los que se sienten solos consolados. Como diría Francisco, la Iglesia se siente llamada a cuidar a los más frágiles de la tierra, como un verdadero «hospital de campaña». Y todo ello sin pedir credenciales de ningún tipo, sin condiciones, porque gratis hemos de dar lo que gratis hemos recibido.
Como decía Benedicto XVI, «la Iglesia guarda dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los tiene juntos a lo largo de su peregrinación en la historia». En un mundo helado por el individualismo y la cultura del descarte, construye comunidad, sostiene un tejido social que da rostro a los barrios, que saca del anonimato a las personas y ofrece una red de amistad a las familias, donde los más fuertes llevan las cargas de los más débiles, donde se transmite la memoria del pasado y se proyecta el futuro a partir de la esperanza presente.