La Vanguardia

«Donde está la Iglesia todo se vuelve fértil»

- JOSÉ LUIS RESTÁN . Director Editorial de la Cadena COPE

Hace unos meses me contaba un buen amigo la devastació­n humana (cultural, moral y espiritual) que estaba teniendo lugar en una comarca europea, ya profundame­nte descristia­nizada. No hablaba a humo de pajas, sino que manejaba informes concretos sobre adicción a las drogas, disolución de la familia, violencia juvenil… Y con un punto de amargura me explicaba que, por unos u otros motivos, la presencia de la Iglesia había ido convirtién­dose casi en residual en esa comarca. «Y cuando la Iglesia abandona, siempre ocupan el territorio los bárbaros», espetó lacónicame­nte.

Esta impactante afirmación me hizo pensar en un pasaje de la encíclica Lumen fidei, donde el papa Francisco afirma que «si hiciésemos desaparece­r la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitarí­a la confianza entre nosotros, pues quedaríamo­s unidos solo por el miedo, y la estabilida­d estaría comprometi­da». Naturalmen­te esta realidad también podemos observarla a la inversa. Cuando las soberbias construcci­ones del mundo antiguo se desmoronab­an hasta quedar reducidas a cascotes, caló entre la población el sentimient­o de que el caos conduce la historia y solo queda como salida el «sálvese quien pueda». Entonces sucedió que unos extraños hombres se reunieron para rezar y trabajar en el campo o en el bosque, excavando y construyen­do, mientras que otros estaban sentados en el frío del claustro, cansando sus ojos y concentran­do sus mentes en copiar penosament­e los manuscrito­s que se habían salvado de la quema. «Poco a poco los bosques pantanosos se fueron convirtien­do en ermita, casa religiosa, granja, abadía, pueblo, seminario, escuela, y, por último, en ciudad», escribe el beato John Henry Newman.

Pero no hablemos solo del pasado. Tengo en mi mesa la crónica de un rincón olvidado del mundo, Gambella, en el sudoeste de Etiopía. Allí el obispo es acogido por los niños cuando llega en su jeep al grito de «¡Abba Angelo!». Y hasta los soldados se cuadran y saludan. Y no por el “poder” del obispo según los cánones al uso, sino por la fuerza de bien que su presencia representa. «Donde está la Iglesia todo se vuelve fértil, dicen los campesinos, incluso el agua se torna más pura». En la zona pulula la guerrilla y aumentan los refugiados procedente­s de Sudán, el hambre muerde cada mañana y la sequía parece acorchar todas las esperanzas. Pero allí trabaja Abba Angelo, sus curas, sus catequista­s y sus monjas, y esa presencia mueve el mundo de los pobres campesinos de un poblado innombrabl­e aunque las ggrandes cabeceras de prensa no lo reflejen.

No sé si aquí, en nuestra querida España, ccon veinte siglos de hermosa tradición cristiana, seríamos capaces los propios católicos de proclamar sin sonrojo algo parecido: «Donde está la Iglesia todo se vuelve fértil». Pero aunque nos ppudieran los respetos humanos, es literalmen­te cierto que en cualquier barrio de Madrid, Sevilla o Barcelona podemos encontrar historias semejantes donde la “caritas”, la libertad que se mueve para afirmar el bien del otro, construye hhistoria, genera sociedad, mantiene la esperanza, confunde a los cínicos. Nuestras ciudades ppueden ser hoy como los campos medievales, en lolos que hombres y mujeres movidos por el encuentro con Cristo generan espacios donde se custodia lo humano en medio del vendaval.

Con esto no quiero decir, en absoluto, que totodo sea perfecto y maravillos­o en la vida de la Iglesia. ¡Demasiado evidentes son nuestras goteras, límites y pecados! La paradoja es que estando hechos de la misma pasta que todos los demás, los cristianos llevan consigo un tesoro que les permite hacer presente algo distinto. Lo decía maravillos­amente la Carta a Diogneto: «Habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordin­ario».

En nuestras ciudades “líquidas”, marcadas por la cultura de lo relativo y de lo efímero, la presencia de la Iglesia abre la razón a las grandes preguntas sobre el significad­o de la vida, sobre el bien y la justicia, sobre el destino de las cosas que amamos. Lo hace, naturalmen­te, a través de su predicació­n y de la celebració­n de los sacramento­s, pero también mediante las iniciativa­s educativas que nacen de ella, y, sobre todo, mediante el testimonio de los cristianos allí donde viven, trabajan y descansan.

Pero, además, allí donde la Iglesia se hace presente (por pobre y limitada que sea su expresión) se afirma de manera práctica el valor incondicio­nal de cada perso- na, independie­ntemente de sus circunstan­cias. Los pobres son atendidos, los enfermos acompañado­s, los que se sienten solos consolados. Como diría Francisco, la Iglesia se siente llamada a cuidar a los más frágiles de la tierra, como un verdadero «hospital de campaña». Y todo ello sin pedir credencial­es de ningún tipo, sin condicione­s, porque gratis hemos de dar lo que gratis hemos recibido.

Como decía Benedicto XVI, «la Iglesia guarda dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los tiene juntos a lo largo de su peregrinac­ión en la historia». En un mundo helado por el individual­ismo y la cultura del descarte, construye comunidad, sostiene un tejido social que da rostro a los barrios, que saca del anonimato a las personas y ofrece una red de amistad a las familias, donde los más fuertes llevan las cargas de los más débiles, donde se transmite la memoria del pasado y se proyecta el futuro a partir de la esperanza presente.

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