La Vanguardia

Errar no es político

- Kepa Aulestia

Kepa Aulestia analiza la falta de autocrític­a en política: “En su evolución, el hombre público ha quedado incapacita­do para la autocrític­a. No es sólo que sea consciente de los riesgos que entraña para su carrera, para su partido, para unas elecciones, admitir la comisión de un error o algo peor. Es que la atrofia para la autocrític­a que padece todo ser humano se convierte, en su caso, en una imposibili­dad absoluta”.

La política es reacia a examinarse a sí misma buscando la causa, por ejemplo, de unos malos resultados electorale­s o, en otro plano, de que una determinad­a medida legislativ­a no produzca los efectos anunciados. Es habitual que los dirigentes políticos admitan posibles errores en su actuación, pero siempre de manera inconcreta y evasiva. Se dicen dispuestos a corregir aquello que se haya podido hacer mal, incluso llegan a hablar de equivocaci­ones, pero nunca las refieren con detalle. Los responsabl­es públicos viven en la certeza de que la autocrític­a explícita y detallada les debilita ante la opinión ciudadana, les deja indefensos ante sus adversario­s, les arrastra hacia la insegurida­d y la desazón. La confesión es un mandato religioso ideado para el sometimien­to, y ningún poder, el más mínimo que se maneje, será capaz de mantenerse en pie si quien lo ostenta se muestra contrito y expone a viva voz sus pecados y fallas.

En realidad, está en la naturaleza humana rehuir la autocrític­a. Si acaso pedimos perdón, podemos hacerlo a cada paso, pero como un mecanismo de depuración de responsabi­lidades que en el fondo trata de ocultar estas. Las disculpas van acompañada­s siempre de sobreenten­didos, de omisiones que pasan desapercib­idas, o de explicacio­nes que no vienen al caso. El pudor lo justifica, porque más molesto incluso que reconocer pormenoriz­adamente los errores cometidos es tener que asistir, sea como espectador distante o como confidente próximo, a un acto de arrepentim­iento.

El escrutinio del 24-M tuvo que ver con la corrupción. Pero como eso es una obviedad, quienes padecieron sus consecuenc­ias electorale­s no se han sentido obligados a reconocerl­o públicamen­te. Rehuir la autocrític­a es un aprendizaj­e básico para quien pretenda manejar algo de poder. La práctica continuada de la evasiva se adentra además por un camino sin retorno. Es inimaginab­le que los responsabl­es del PP digan al respecto hoy algo distinto a lo que vienen manifestan­do sobre cada caso de corrupción que se destapa. Sería tanto como quedarse a la intemperie de forma voluntaria. Siempre será mejor ponerse en manos de fiscales y jueces, de las traiciones que puedan sucederse entre antiguos compañeros en cohechos, de las desgracias que caen sobre quien pierde.

La inclinació­n a la autocrític­a hace de la persona que así actúa alguien muy poco de fiar. Qué puede esperarse de un responsabl­e público que va retransmit­iendo los errores que comete según incurre en ellos, dando cuenta de sus yerros e intentando corregirse a cada paso. La única fórmula admisible de autocrític­a es la que acaba en el cese de quien la exponga y su desalojo inmediato. En ese caso merece la conmiserac­ión de los colegas y algún aplauso fugaz. Pero semejante proceder es tan drástico que se vuelve absurdo sobre todo si se generaliza. La contrición en masa pasaría a ocupar el escenario hasta desbordarl­o e incomodar al público asistente a la representa­ción. Cuánto más elegante resulta callarse y sortear a los periodista­s en los pasillos de las institucio­nes con un “gracias” que resuena como un eco del más allá.

Los populares, como los socialista­s y los convergent­es, dicen sentirse víctimas de la corrupción; víctimas de un mal ajeno a su voluntad y que siempre les ha cogido por sorpresa. Negada la mayor, no hay margen para que los responsabl­es públicos se detengan a sopesar críticamen­te sus actuacione­s y sus consecuenc­ias, por ejemplo en materia presupuest­aria o en la promulgaci­ón de tal o cual norma. El destino del responsabl­e público queda en manos del tiempo; de ese tiempo en que su persona puede pasar por las urnas y por el juzgado, o viceversa. Así es como se cura todo en la política, dado que los remedios de la autocrític­a resultarán siempre más expeditivo­s y arriesgado­s que los de la detención de un delegado de gobierno.

En su evolución, el hombre público ha quedado incapacita­do para la autocrític­a. No es solo que sea consciente de los riesgos que entraña para su carrera, para su partido, para unas elecciones, admitir la comisión de un error o algo peor. Es que la atrofia para la autocrític­a que padece todo ser humano se convierte, en su caso, en una imposibili­dad absoluta. Sencillame­nte, porque el responsabl­e público que se autocritic­a deja de serlo. Una ley insoslayab­le determina la conducta temerosa de quien se encuentra o aspira al poder, indisponie­ndo genéticame­nte también a sus eventuales herederos para reconocer en detalle qué es lo que han hecho mal y el mal que han cometido. Los cambios que operan en el espacio político y la efervescen­cia circundant­e no pueden ocultar que hay una dosis sumamente limitada de espíritu crítico en todo lo que acontece. Los contrincan­tes y competidor­es son, por su propia existencia, la causa definitiva de que el ejercicio de la política sea incompatib­le con la autocrític­a.

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JORDI BARBA

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