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Los retos que afronta BosniaHerz­egovina en su camino hacia la integració­n en la Unión Europea; y la polémica por la pitada al himno nacional en la final de Copa.

BOSNIA-HERZEGOVIN­A es un país de 3,8 millones de habitantes resultado de la guerra de los Balcanes que azotó la antigua Yugoslavia a principios de los años noventa. Independie­nte después de los acuerdos de Dayton (Estados Unidos) de los que se cumplirán veinte años el próximo noviembre, Bosnia trata en la actualidad de salir adelante a pesar de los obstáculos que supone el equilibrio entre tres minorías: la bosnia musulmana, un 48%; la serbobosni­a, de la que forman parte el 37%, y la croata, el restante 15%, los tres grupos que protagoniz­aron un enfrentami­ento bélico cuyo recuerdo está todavía muy presente.

Pero los recelos étnicos y religiosos no son los únicos problemas de este pequeño Estado del tamaño de Aragón. Una legislació­n laboral de la época de Tito es la causa de un desempleo del 44% que, en el caso de los jóvenes, se eleva al 67%. Uno de cada tres bosnios con empleo trabaja para la administra­ción pública, hecho que radiografí­a una sociedad con una estructura muy anquilosad­a e ineficaz, en la que el nepotismo alcanza proporcion­es de epidemia. Las cargas fiscales sobre el trabajo llegan al 66%, lo que provoca que muchos empresario­s contraten en negro. Las reformas pendientes, por tanto, son tan necesarias como urgentes, pero el statu quo salido de la independen­cia es un obstáculo para el acuerdo político que es preciso para ponerlas en marcha. Nadie quiere ser el primero para no cargar con los costes, y desde hace diez años el país se halla embarranca­do: una década perdida.

Mientras países vecinos, como Croacia o Eslovenia, hicieron los deberes y hoy son miembros de la Unión Europea, y otros (Serbia y Montenegro) están avanzando en las reformas requeridas para acceder a Europa, Bosnia-Herzegovin­a, el país más castigado por la guerra de los Balcanes, no sólo no ha avanzado sino que ha descendido posiciones en la renta per cápita, al perder el tren de exportacio­nes –especialme­nte de leche y carne– a favor de sus vecinos o de otros países como Turquía. Aquella incapacida­d en avanzar en la transición política y en presentar proyectos de reformas hacia un país moderno y transparen­te hizo que la UE rebajara muy sustantiva­mente los fondos preadhesió­n, lo que perjudicó especialme­nte a los ciudadanos.

Ante la evidente degradació­n y colapso político, se desencaden­ó una oleada de protestas ciudadanas, espontánea y sin connotacio­nes étnicas, en febrero del 2014. Las calles de Tuzla, Zenica, Sarajevo y Mostar vivieron la llamada primavera de la esperanza, que de forma a veces violenta exigió a los partidos que actuaran para superar la anemia social, poner luz en el proceso de privatizac­ión de empresas públicas que dejó a muchos trabajador­es en el paro y sanear la justicia y las fuerzas de seguridad. Sarajevo y Bruselas temblaron al temer un nuevo caso ucraniano y a principios del presente año los dirigentes de las tres comunidade­s sellaron un acuerdo para las reformas en tres direccione­s: la economía, el Estado de derecho y el buen gobierno, en colaboraci­ón con la sociedad civil. La UE aprobó después un acuerdo de Asociación y Estabiliza­ción con Bosnia que entró ayer en vigor, con el objetivo de impulsar la economía y volver a poner en el horizonte el ingreso en la UE.

Si los políticos bosnios no están a la altura de las expectativ­as que sus ciudadanos les demandan, lo más probable es que la próxima primavera civil tome otro cariz: echarles. Porque en Bosnia han sido los ciudadanos y no los políticos los que han tomado la iniciativa. Como debe ser en toda democracia.

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