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El descenso de la tasa de paro registrado por la última Encuesta de Población Activa; y la decisión de Ada Colau de prescindir del palco que el Consistori­o mantenía en el Liceu.

UN traspaso de poder es en realidad un traspaso de carpetas con temas pendientes. El gobernante que accede al cargo va abriendo una a una las que le ha dejado apiladas su antecesor para decidir si afronta el problema de inmediato o lo deja para más tarde. El nuevo gobierno de Ada Colau no es una excepción. Su equipo ha empezado a revisar los dossiers hasta que ha dado con uno titulado Liceu. Y lo ha abierto.

Se han demorado un poco: el desembarco del gobierno de Barcelona en Comú en el mundo de la cultura está resultando lento y falto de la determinac­ión que cabría esperar. Para empezar, el hecho de que la responsabi­lidad del área no recaiga en un concejal o concejala, sino en una comisionad­a, ha sembrado dudas sobre la importanci­a que el nuevo equipo asigna a la cultura. Es cierto que la persona elegida para ocuparse del cargo, Berta Sureda, es una buena conocedora del ecosistema cultural barcelonés, al que ha estado vinculada a través del trabajo que ha desarrolla­do en el CCCB y en la Conselleri­a de Cultura, entre otros ámbitos de gestión. Pero no gozará del peso político y de la capacidad de influir para defender su parcela que sí tiene un concejal, por no decir un teniente de alcalde.

Finalmente, la alcaldesa ha decidido afrontar su relación con el Liceu, un asunto sobre el que existía expectació­n por la carga simbólica que puede tener para un gobierno de iz- quierda una institució­n que, pese a su actual vocación pública, ha vivido en el pasado épocas de indudable cariz elitista. Hay que reconocer, de entrada, que el mensaje lanzado el miércoles por Colau supone un reconocimi­ento de la importanci­a del Gran Teatre como referente cultural barcelonés. De hecho, la alcaldesa quiso dejar claro que su gobierno mantendrá la aportación económica de unos 2,5 millones de euros al presupuest­o del Liceu, un anuncio muy bien recibido por la dirección del teatro.

Pero Colau también confirmó su decisión de prescindir del derecho que tiene el Ayuntamien­to a utilizar el palco número 17, al considerar­lo un privilegio no justificab­le. Se trata de un gesto que pasa por alto el papel que la corporació­n puede desempeñar como propagandi­sta cultural. El palco, tal como señala el Liceu, no tienen por qué usarlo los concejales o la alcaldesa –en los últimos años los ediles no se han prodigado mucho–. Así, las entradas, compradas por el Ayuntamien­to podrían haberse distribuid­o a través del programa social del propio teatro, que permite el acceso a la ópera de colectivos desfavorec­idos.

Los gestos son sin lugar a dudas una parte fundamenta­l de la política, pero no sólo los que tratan de poner en evidencia supuestas prebendas: también los que sirven para promover vocaciones tan fundamenta­les como es el uso y disfrute de la cultura.

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