La Vanguardia

Precios de risa

- Clara Sanchis Mira

Gracias al regalito del 21% de IVA que nos ha dejado el exministro de Incultura, los trabajador­es del espectácul­o hemos tirado los precios. Estamos en vías de extinción. Es sabido que alguna pequeña compañía teatral ha intentado subsistir regalando entradas a cambio de vender revistas porno, que sólo gravan al 4%. Así las cosas, inspirada por un compañero muy creativo, me decidí a abrir una nueva vía laboral. Ya que has participad­o en un par de series de mucha audiencia, dijo, ofrécete a cenar con familias teleadicta­s, amenizándo­les en persona la emisión. Dicho y hecho, a la vista de las reposicion­es constantes de las cadenas –que también están a dos velas–, ofrecí el servicio con un anuncio: “Disfruta del siguiente capítulo de tu serie favorita compartien­do tu mesa con uno de sus personajes. Chismes del rodaje a domicilio, en carne viva. Precios de risa”.

Pronto fui solicitada por una familia. Me abrieron la puerta dos niños que gritaban el nombre de mi personaje mientras me tiraban de la falda. Cuando empezaban a tirarme también del pelo para ver si era peluca, los padres me llevaron al pequeño comedor. Frente a la tele nos esperaba una abuela que me lanzaba miradas de desconfian­za. No tardó en decir que todo se trataba de un timo. Porque yo no me parecía en nada a mí. Se armó un buen revuelo en el que unos me encontraba­n gorda mientras otros discutían el tamaño de mi nariz. Después de inspeccion­arme un rato, dándome unos giros para ver los perfiles, el padre decidió que la verdadera prueba estaba en un lunar de mi cadera en el que se había fijado en una escena donde iba ligera de ropa. Esto no le cayó bien a la madre, que fue la encargada de realizar la inspección definitiva, levantándo­me la blusa en el lavabo, mientras susurraba que a ver si es que yo, como todas las actrices, era un poco zorra. Pero el lunar estaba en su sitio, y nos sentamos a cenar al empezar el capítulo.

Ante un plato de macarrones –evitando pensar adónde había llegado el bello arte de Talía–, empecé a contar anécdotas del rodaje inventadas, ya que un plató puede ser el lugar más aburrido del universo. Pero la abuela seguía en sus trece, diciendo que yo no era yo sino una timadora profesiona­l, porque también tenía voz como de rana. Cuando aparecí en pantalla los niños se excitaron mucho. Tuve que forcejear un poco con el pequeño para impedir que me llenara la cara de salsa de tomate porque quería ver cómo sería mi personaje ensangrent­ado. Lo que sin duda inspiró al mayor la idea de clavarme un tenedor en el brazo, para verme llorar de verdad. Momento en el que los padres quisieron saber si yo estaba asegurada. Y si sabía que tenía que fregar los platos. Y qué tanto por ciento de IVA pensaba cobrar al hacerles la factura. A esto, como ustedes comprender­án, no supe qué responder.

Ya que has participad­o en un par de series de mucha audiencia, dijo, ofrécete a cenar con familias teleadicta­s

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