La Vanguardia

El alma de las iglesias

Un paseo entre campanas por algunos de los templos de la Barcelona medieval

- Llucia Ramis

En caso de apocalipsi­s, tal vez el lugar más seguro de Barcelona sea la torre del campanario de Santa Maria del Pi. Desde su construcci­ón, entre los siglos XIV y XV, no se ha restaurado nunca. No pudieron con ella ni el terremoto de 1428 que derribó el rosetón de Santa Maria del Mar sobre lo que entonces era el cementerio y hoy una plaza con bares, ni tampoco los bombardeos del asedio de 1714, ni la Guerra Civil, que le costó un brazo a la Virgen que ahora hay junto al altar. En su piedra de Montjuïc se acumulan el polvo y la historia, y resuena la voz de Montse Sacasas, directora de Ad Sentia.

Es de noche. Un grupo de veintiocho singles sostiene velas en- cendidas. Hace calor. También eso ha cambiado, y es que el sistema de refrigerac­ión de las iglesias medievales no estaba ideado para que las puertas estuvieran siempre abiertas. Una mujer se ha mareado subiendo la estrecha escale- ra de caracol y se sienta, sin saberlo, en el escalón donde está la huella de la pata del Diablo. Hubo un tiempo en que la leyenda fue más poderosa que la religión y la gente iba a Santa Maria del Pi para ver aquella prueba del mal, como hoy va a ver a sus célebres gigantes, expuestos abajo, frente a un gran mostrador que da la impresión de que hay que pagar entrada para ir a misa.

Pero no se paga por los momentos de culto, sino por los cultura- les; momentos en los que los templos, antes del turismo, permanecía­n cerrados al público y a cuyas azoteas sólo accedían palomas y gaviotas. Parte del dinero va destinado al mantenimie­nto de esos templos. En el 2014, Montse em- pezó a organizar las visitas nocturnas “sensoriale­s”. Habla del Pi con el cariño y la espiritual­idad de quien lo recorre desde los nueve años. Cuenta que su hermano era campanero, una profesión que, en los anuncios del diario, sólo requería una cosa: “Estar bien alimentado”.

Hay 260 escalones, que los campaneros subían a las cinco de la mañana y bajaban doce horas después: “Eran la tele, la radio e internet, ellos controlaba­n el tiempo”, dice Montse bajo un cielo iluminado por la ciudad. Ahora quienes repican son los martillos mecanizado­s, pero ella quiere enseñarnos el alma de las campanas. Su

Una mujer se marea subiendo la escalera de caracol y se sienta sobre la huella de la pata del Diablo

preferida es la más pequeña, L’Esquirol. “Era el Whats App entre el cura y el que estaba arriba, con ella le avisaba de cuándo debía tocar”. Es una hora inconcreta en el Gòtic, pasadas las diez y media, la gente cena. Suena, solitaria, dos veces, la gran Antònia, de cuatro toneladas, porque uno de los singles le ha arrancado el alma tirando de la cuerda.

No fueron femeninas hasta el Barroco, dice Montse; antes eran el Seny Antoni o el Seny Andreu. En Santa Maria del Mar, la campana Andrea ostenta una placa con el nombre de Ildefonso Falcones. A él le debe su propia restauraci­ón a través de las ventas de La catedral del Mar, cuyas ediciones en castellano e inglés, entre los 250 ejemplares dedicados que el autor regaló a la iglesia en beneficio de las campanas, se agotaron enseguida. En agosto se iniciarán también aquí visitas nocturnas, organizada­s por la empresa Riosta Barcelona.

De momento, se puede ir de día y, bajo un sol sin piedad, ante un océano de azoteas alegres y vistas espectacul­ares a Sants Just i Pastor y las grúas del puerto, Jordina Camarasa cuenta otra leyenda, la de las gárgolas. En pocas iglesias puede verse tan bien como desde esta terraza el sistema de desagüe a través de sus bocas. Antiguamen­te se creía que eran brujas petrificad­as que escu- pían o se meaban sobre las procesione­s del Corpus. Si dejabas de mirarlas, se despetrifi­caban y te perseguían.

Sería en los tiempos del toc de seny, cuando las últimas campanadas del día anunciaban que la gente de orden debía quedarse en casa y ya nadie podía salir sin ser sospechoso de ser ladrón o prostituta. Jordina enseña a un grupo de ocho mujeres –la mitad, jóvenes de Valladolid– el callejón del Malcuinat, que sale del Fossar de les Moreres. La secretaria general de la basílica, Roser Borràs, cuenta otra leyenda, la del propietari­o del huerto en el siglo XII, el burgués Bernat Marcús. La iglesia le pidió el terreno para hacer un cementerio a los pobres; aceptó a condición de que, si no moría ningún pobre, recuperarí­a sus tierras. Entonces murió él, y fue el primero al que enterraron.

En algunos tramos de la terraza hay cables y andamios. Falta restaurar la parte trasera de la fachada, oscura en comparació­n con la otra. Y se está haciendo una pasa- rela para llegar a lo más alto. La nave central se levanta 32 metros y las laterales, 26. Se construyó en tan sólo 54 años, cuando otras necesitaro­n siglos y por eso combinan estilos. Santa Maria del Mar es puro gótico catalán. Los sábados por la tarde, separados por una cinta roja, los turistas contemplan bodorrios como quien va al zoo; alguno llega con el skate en la mano, los invitados comulgan. Ignoran que en los vitrales hay dibujado un bacalao o un escudo del Barça. Y que las manchas del techo no son de humedad, sino los restos de un incendio que hubo en la Guerra Civil.

Si los visitantes llevan tirantes o shorts o minifalda, no podrán entrar en la catedral de Barcelona. Un guardia se lo impide, y en la escalera, hay vendedoras de pañuelos que cubren sus carnes. Dentro, otro segurata vela frente a una de las capillas dedicada a la oratoria para que nadie saque fotos. La entrada vale 7 euros si no hay misa. Si la hay, el cura aparece simultánea­mente en ocho plasmas. Las limosnas han encendido 76 bombillita­s con forma de vela para San Pancracio, y sólo dos para San Roque.

No sé si el apocalipsi­s anda cerca. Pero quiero que me encuentre a casi sesenta metros de altura, en el campanario del Pi, con una copa de cava que el camarero habrá subido como cada noche para las visitas guiadas. Una pareja a la que he pillado saliendo de la sacristía y después en un rellano se ríe en un rincón; pronto, en el grupo, habrá dos singles menos. Desde aquí, parece que incluso la plaza Reial esté en calma. Y por un instante, creo en la existencia del alma.

Desde lo alto del campanario de Santa Maria del Pi, hasta la plaza Reial parece tranquila

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XAVIER CERVERA La visita guiada a Santa Maria del Mar incluye el ascenso a la azotea, desde donde se divisa una insólita panorámica de la ciudad de Barcelona y sus alrededore­s
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 ?? XAVIER CERVERA ?? La tenue luz de las velas ilumina la estrecha escalera de la basílica de Santa Maria del Pi
XAVIER CERVERA La tenue luz de las velas ilumina la estrecha escalera de la basílica de Santa Maria del Pi
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XAVIER CERVERA La de la catedral es una de las visitas obligadas para los visitantes extranjero­s de todas las edades
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