Los discursos del miedo
Si tuviera un grupo de música punk lo llamaría El Conjunto de los Españoles. Lo pienso cada vez que, para hablar de un imposible Estado plurinacional, algún político (desde Mariano Rajoy a Pedro Sánchez pasando por Soraya Sáenz de Santamaría o Albert Rivera) se escuda en la figura totémica “del conjunto de los españoles”. Tendríamos un repertorio de temas nihilistas y, al final de un único concierto, nos cortaríamos las venas con carnets de identidad convenientemente caducados y afilados. En lugar de darse cuenta de que el estricto inmovilismo constitucionalista ha dejado de ser constitucional, los garantes de los derechos reiteradamente profanados “del conjunto de los españoles” se obstinan en reforzar la fiscalización jurídica convertida, en boca de según quién, en amenaza. Contra eso, el soberanismo reacciona aplicando otro protocolo. Es un protocolo con mucha liturgia de la fe, la ilusión y el respeto pero que, en las últimas semanas, ha abandonado el tono de autoayuda para manifestarse con un énfasis maximalista e intimidante. Por ejemplo: la declaración del presidente Artur Mas de que no votar sí a todo equivale a ir contra Catalunya.
Para no caer en la trampa de la simplificación manipuladora, conviene no sacar de contexto la declaración. No obstante, son afirmaciones que se suelen hacer en nombre “d’una majoria de catalans”, que es la expresión que más se acerca, salvando las asimétricas distancias, a “El conjunto de los españoles”. ¿Hay catalanes que el 27-S no votarán la lista única soberanista y que no lo harán para ir contra Catalunya sino por una mezcla de convicción, respeto y fidelidades senti- mentales? ¿Hay catalanes que el 27-S no votarán la lista única soberanista porque no se fían del criterio de composición de una lista que ha creado el espejismo de la excepcionalidad para poder justificarse con el pretexto de la excepcionalidad? Probablemente. Pero como no comulgan ni con la fosilización inducida del concepto “el conjunto de los españoles” ni con el voluntarismo reduccionista de “una majoria de catalans”, les toca vivir en un limbo que, por desgracia, no les exime de pagar impuestos y financiar los altavoces más vergonzosamente públicos y de propaganda de un debate, que, a medida que los plazos expiran, se envenena más y más. ¿Que este punto de vista favorece el discurso del miedo? En tiempos de tantas reivindicaciones, ¿por qué no se puede reivindicar el derecho a que nos dé miedo constatar cómo se instrumentalizan sentimientos y convicciones? Puestos a repartir legitimidades democráticas, seamos rigurosos. Hay españoles que, amparados por la legitimidad literal de las actuales leyes del país, se niegan a hacer nada para defender así los derechos “del conjunto de los españoles”. Hay catalanes que, amparados por la legitimidad de la desobediencia, el hartazgo causado por décadas de menosprecio y el derecho a la discrepancia, quieren separarse pacíficamente de España. Y hay catalanes y españoles que, atrincherados en una legítima, inofensiva y perpleja capacidad de observación, tenemos miedo.
En tiempos de tantas reivindicaciones, ¿por qué no se puede reivindicar el derecho a tener miedo?