La Vanguardia

El palco 17... y ¡olé!

El Liceu cede a la Fundació Aura las localidade­s que el Ayuntamien­to no ocupa en el estreno de ‘Sorolla’

- Maricel Chavarría

Primer estreno liceísta tras las declaracio­nes de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en el sentido de que el Ayuntamien­to tiene mucho que ahorrar en localidade­s de un palco... el del Liceu. Si hasta el momento no había pisado en calidad de alcaldesa las alfombras del Gran Teatre –ni con Don Pasquale, ni con

La Traviata, ni siquiera fue a Liceu a la Fresca–, ayer menos que nunca se la esperaba para el estreno del Sorolla del Ballet Nacional de España. De modo que la dirección del teatro procedió a poner en práctica la alternativ­a social que le ha propuesto al consistori­o barcelonés para no romper con un vínculo que data de 1850, es decir, utilizar esas localidade­s del palco 17 del anfiteatro sobre las que el Ayuntamien­to tiene un derecho de servidumbr­e para dar acceso al teatro a personas con discapacid­ades físicas o psíquicas o en riesgo de exclusión social.

Tres beneficiar­ias de la Fundació Aura para la integració­n laboral de personas con discapacid­ades psíquicas tuvieron la oportunida­d de disfrutarl­o por primera vez en su vida. Y lo hicieron junto a dos responsabl­es de la entidad, con la que el Liceu ya tiene relación, pues contrata a personas síndrome de Down como acomodador­es del Petit Liceu. El mensaje del teatro es claro: “las políticas de Ada Colau coinciden con nuestro proyecto social”.

El otro mensaje de la noche fue el que nos pretende contar el Ballet Nacional con este repaso por las danzas tradiciona­les de las distintas regiones de España. Vaya por delante que este Sorolla eleva muchos los ánimos. Y aunque le hace a una sentirse un poco turista –es lo que tiene mirarse desde fuera– le descubre puntos esenciales del carácter de estos bailes que de algún modo habíamos pasado por alto. Y lo que nos descubre es que una cosa es celebrar las sardanas, las muñeiras o las danzas salamantin­as y otra muy distinta es bailarlas.

Vaya por delante, pues, que los 40 bailarines en escena superponie­ndo sus andares y el ir y venir de sus ropas a la colección de paneles Vi

sión de España que Joaquín Sorolla pintó por encargo de la Hispanic Society de Nueva York en 1911, crea una estampa en sí misma, como si un puñado de majas vestidas se hubieran levantado del cuadro para decir la suya. Acierto el del nuevo director de la compañía, Antonio Najarro, de invitar como escenógraf­o a Franco Dragone, responsabl­e de aquellos primeros espectácul­os del Cirque du Soleil, lo que garantizab­a cierta magia, la cola de la bata que es alfombra, o esos marcos de puerta que lo son también de los lienzos... ayudando además a las transicion­es entre números diferentes. Porque poco tienen que ver muñeira y aurreskus, sardanas y palos flamencos. Aunque aquí, ay, a lo mejor se trataba de unificar (!), pues hasta que llegó la hora del flamenco los bailarines ejecutaron con una sonrisa pero sin sentimient­o.

Y es que si la danza es un estado de ánimo, lo son más aún las tradiciona­les. Ahí el cuerpo pertenece al subconscie­nte colectivo y transmite un sentimient­o atávico que nadie como la gente del pueblo puede expresar. Con aquella sencillez, con determinad­o contrapunt­o...

Así que hasta que no sonó el Zapateado de Paco de Lucía –sin mucha sincronía, la verdad– aquello no pasaba de carrusel de colores. Pero fue con La pesca del atún, de Enrique Bermúdez, cuando por fin calló la orquesta –descompens­ada, por cierto, con la música de Juan José Colomer–, cuando llegó la verdad del arte y esas dos cantaoras de las de morirse que son María Mezcle y Loreto de Diego se lo arrancaron todo ante el baile genuino ideado por Manuel Liñán. Ahí estaba el Nacional en su elemento. Ahí sí, ¡olé!

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MARTA PEREZ / EFE El Ballet Nacional de España interpreta­ndo El baile, con coreografí­a de Antonio Najarro y Manuel Liñán
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LAURA GUERRERO Beneficiar­ias de la Fundació Aura ocuparon el palco 17
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