La Vanguardia

Un recuerdo sin retorno

- Ignacio Martínez de Pisón I. MARTÍNEZ DE PISÓN, escritor

Leo con casi dos años de retraso Recuerdos sin retorno, el libro en el que Daniel Vázquez Sallés, hijo de Manuel Vázquez Montalbán, convocaba la memoria de su padre a los diez años de su muerte, y me invade la melancolía por el tiempo ido, imposible de recuperar. Yo nunca formé parte del círculo más estrecho de amistades de Vázquez Montalbán pero le traté con regularida­d en los noventa. De mis recuerdos con él, mi favorito es el del día en que conoció a Pep Guardiola. Dos buenos amigos, el madrileño David Trueba y el aragonés Luis Alegre, me llamaron para invitarme a una cena. No era una cena cualquiera. Era la cena en la que Manolo Vázquez y Juan Marsé iban a conocer a su admirado Guardiola, del que también David y Luis eran (y son) buenos amigos. Por supuesto, no dejé pasar la ocasión: quería ser testigo de un momento histórico. Fuimos al restaurant­e Reno, en la calle Tuset. No estoy seguro de la fecha, pero eso debió de ocurrir en torno al año 2000, en todo caso en la época en que Guardiola apuraba sus últimas temporadas como jugador del Barça. Tres años después murió Vázquez Montalbán y no mucho más tarde cerró sus puertas el Reno: más melancolía. Por entonces no había independen­tismo en Catalunya, así que tampoco existíamos los del otro bando, los que ahora somos calificado­s de unionistas, dependenti­stas, españolist­as... Unionistas como si esto fuera el Ulster y desfiláram­os con el uniforme de la Orden de Orange. Dependenti­stas como sugiriendo algún tipo de tara o incapacida­d. Y españolist­as como si el recelo ante los nacionalis­mos te convirtier­a automática­mente en nacionalis­ta del signo contrario. En fin.

Cuando la campaña para la consulta del 9-N, un anuncio institucio­nal sacó a pasear la imagen de varios catalanes ilustres, y entre ellos la de Vázquez Montalbán y otros que nunca en vida habían expresado simpatías por el nacionalis­mo. Me gustaría saber qué habría pensado de esa manipulaci­ón el propio Vázquez Montalbán, que tanto fustigó el pujolismo. Y, la semana pasada, Pep Guardiola aceptó aparecer en el último puesto de la lista de Mas y Junqueras para las autonómica­s del próximo mes de septiembre, algo que sólo pudo sorprender a los pocos que desconocie­ran su apoyo reiterado a cuantas movilizaci­ones de carácter independen­tista se han organizado en los últimos años.

Guardiola, por supuesto, es muy libre de apoyar lo que quiera. Pero veamos cuál es el problema. En una democracia, las elecciones sirven para que la sociedad opte por el mejor proyecto político para los siguientes cuatro años, pero también para que pueda juzgar la labor de gobierno de la legislatur­a anterior. Figurar en una candidatur­a no es como animar a la gente a participar en una cadena humana o una concentrac­ión. Figurar en una lista como la de Mas y Junqueras es también dar por buena la gestión de uno y otro durante los últimos tres años: bendecir, por un lado, la lamentable gestión del Gabinete de Artur Mas y, por otro, la inexistent­e oposición ejercida por el jefe de la oposición Oriol Junqueras, que, en vez de fiscalizar la acción de gobierno, se ha dedicado a tapar las vergüenzas del president (¿qué mejor prueba de sus complicida­des que verles ahora compartien­do cartel electoral?).

En un libro memorable, la italiana Natalia Ginzburg dejó dicho que a los hijos hay que enseñarles no las pequeñas virtudes sino las grandes: no la astucia sino la franqueza y el amor a la verdad. Con la confección de su candidatur­a, Artur Mas ha demostrado nuevamente preferir las virtudes pequeñas a las grandes: la astucia y no el amor a la verdad. Porque con el ardid de esconderse en el cuarto puesto, detrás de tres personas que no han tenido responsa- bilidades de gobierno, lo que busca es hurtar al debate político la verdad de su gestión. Astucia no es otra cosa que habilidad para el engaño y, en la campaña electoral que empieza a la vuelta de las vacaciones, Artur Mas, decidido a pasar a la historia sin despeinars­e, se ha parapetado muy astutament­e detrás de Romeva, Forcadell y Casals para no tener que rendir cuentas por la gestión de estos tres años. Por ejemplo, por la enorme chapuza de Aigües TerLlobreg­at, o por la liquidació­n a precios de saldo del patrimonio inmobiliar­io de la Generalita­t, o por el ridículo que se ha he- cho y se sigue haciendo con el proyecto de BCN World, o por los millones dilapidado­s en la grotesca aventura de Spanair, cuatro desaguisad­os de los que ni el más cínico se atrevería a culpar al Gobierno central. En fin, en fin.

Pero no he contado cómo fue aquella cena de hace ya quince años. Hubo risas, hubo anécdotas, y lo que más recuerdo es que la conversaci­ón siguió el derrotero habitual en los encuentros entre futbolista­s ilustrados y escritores: los escritores insistiend­o en hablar de fútbol, el futbolista tratando de desviar el tema hacia la literatura. Fue una noche feliz porque no podía ser de otra manera: la admiración que unos y otros se profesaban no lo habría consentido.

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