Gladiadores en la arena
Tarragona ofrece recreaciones para turistas y autóctonos de su historia romana
Abonados al cliché fácil, los hay convencidos de que todo guiri amigo del sol y playa es un tipo sin otro interés que pasar sus vacaciones comiendo paella y tostándose como una gamba. Pero los turistas que tengo al lado, franceses en su mayoría y bronceados –eso sí–, se han rascado el bolsillo (12 euros) para escuchar a una arqueóloga que les está dando una verdadera lección sobre los gladiadores, sus rituales y costumbres en la antigua Tárraco.
Estamos en el anfiteatro de Tarragona, la noche ya ha caído y la sesión forma parte del programa Tarragona: història viva que llevan organizando en la ciudad desde hace tres veranos y que ofrece recreaciones históricas para los turistas, claro está, pero también para todo aquel ciudadano autóctono que quiera participar de ellas.
Los turistas franceses –pinganillo al oído, porque la sesión del día incorpora traducción simultánea del catalán al francés– escuchan atentamente las explicaciones de la guía, de nombre Lo- li, que son de un cierto nivel. Su relato no es el de alguien que repite como un loro cuatro conceptos aprendidos para la ocasión. Y es que Loli Ynguanzo es arqueóloga, de la empresa Némesis, que ya participa activamente en el festival romano Tarraco Viva, que este año ha cumplido su decimoséptimo aniver- sario y que si por algo se caracteriza es por su vocación de rigor histórico.
La guía habla de auctoritii, lanistas y venatores, como si los hubiera tratado a todos ellos, y nadie de los aquí presentes parece perder el hilo. No sé en qué
El anfiteatro como lo vemos hoy es fruto de la restauración que financió un mecenas norteamericano
momento asumimos que ir a la playa y que te interese el turismo cultural sea incompatible, como si no pudiera concebirse que te guste mirar el mar desde un chiringuito y, al mismo tiempo, te apasione la historia y la cultura de la Roma clásica. Como si el interés sobre Nerón, Augusto o Julio César fuera inversamente proporcional a tu interés por las banderas azules, los bañadores y las chancletas. Tal cosa no está escrita en ninguna parte, al menos que sepa este cronista.
La recreación del día lleva por título Vigilia munus y se centra en lo que sucedía en el anfiteatro durante la víspera de los juegos. Pero no aparecen gladiadores dándose mamporros, sino que el turista descubre, a partir de las explicaciones del guía y las recreaciones de personajes varios, cómo eran los combates entre bambalinas, cuál era el ritual que había tras la última cena y cómo había hombres libres de la antigua Roma que renunciaban a todo –incluso a la ciudadanía– para convertirse en gladiadores, que no pasaban de tener el mismo estatus, por mucho éxito que tuvieran, que las prostitutas. Y al final, ya en petit comité, los hay franceses y no franceses que siguen interesándose por la cuestión, y la guía aclara que si a algo se asemejaban los combates de gladiadores, según los estudiosos de nuestros días, es al wrestling, en el que hay lucha y golpes pero, sobre todo, mucha puesta en escena.
Y todo ello en un escenario que por sí solo, ya bien caída la noche, es absolutamente excepcional y que, bien mirado, también es en cierto modo una re
creación histórica de nuestro tiempo. Porque por mucho que el anfiteatro de Tárraco fuera construido en el siglo II después de Cristo y en el mismo lugar en el que ahora está, tal como hoy lo vemos es, en buena medida, fruto de la excavación y restauración que, a mediados del siglo XX, empezó a llevarse a cabo financiada por el mecenas norteamericano William J. Bryant, un personaje fundamental para entender qué es hoy en día este monumento reconocido como patrimonio de la humanidad por la Unesco.
Las fotos siguen atestiguando que hasta bien entrado el siglo XX el anfiteatro era poco más que ruinas, pedruscos y maleza después de haber acogido en su interior, a lo largo de los siglos, una iglesia, un cementerio, un convento y hasta una cárcel. De ahí que la vía que nos conduce al anfiteatro lleve hoy en día el nombre de William Bryant, ese filántropo de Springfield que pasó por Tarragona y concedió al monumento la importancia que, posiblemente, nadie le había dado desde los tiempos en los que Tarragona era la capital de la Hispania Citerior.