La Vanguardia

Un crimen cometido para ser visto

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CIUDADANOS de Estados Unidos y del mundo entero asistieron el miércoles, estupefact­os, a un hecho insólito: la muerte en directo de una periodista televisiva y de su cámara, por disparos de un excompañer­o rencoroso. Eran las 6.45 h de la mañana, en Moneta (Virginia). Alison Parker, de 24 años, entrevista­ba a Vicki Gardner, presidenta de la cámara de comercio local, y su compañero Adam Ward, de 27, grababa las imágenes que simultánea­mente emitía la emisora regional WDBJ7. Fue entonces cuando Vester Lee Flanagan, de 41 años, despedido en el 2013 de dicha emisora, disparó contra el grupo y causó la muerte de ambos reporteros. Flanagan filmó sus crímenes con una cámara tipo GoPro, similar a las que usan deportista­s extremos para plasmar sus proezas. Así pudo colgar luego, en Facebook, YouTube y Twitter, un vídeo con la secuencia de los asesinatos. Y luego actualizó compulsiva­mente sus cuentas en las redes hasta poco antes de que, acosado por la policía, decidiera suicidarse y poner fin a su escapada.

Flanagan era, obviamente, un perturbado. Pero su acción individual puede enmarcarse en distintos debates y ámbitos sociales. El primero es el relativo al control de los alrededor de 300 millones de armas que hay en manos de ciudadanos de EE.UU. Ya se ha perdido allí la cuenta de matanzas cometidas. Algunas adquieren notoriedad, como la de la iglesia de Charleston (Carolina del Sur) el pasado junio, en la que un joven blanco mató a nueve personas. Otras pasan más inadvertid­as. Pero cada año mueren por arma de fuego en EE.UU. unas 30.000 personas. Lo cual no basta, al parecer, para que las peticiones del presidente Obama –el miércoles volvió a reiterar que había que restringir el acceso a las armas– sean atendidas. El crimen masivo se ha convertido ya en una rutina estadounid­ense.

Hay en este crimen una dimensión acaso más perversa todavía. Es la asociada a un mundo que idolatra a las celebridad­es, también a las más inanes, con muchos seguidores en las redes. Dichas redes siguen abiertas a todos, incluso a los dementes, y les ofrecen la posibilida­d de hacer algo que sea visto al momento en todo el mundo. He aquí la vía por la que sujetos como Flanagan buscan sus supuestos minutos de gloria: tramando y cometiendo crímenes ideados para ser vistos; causando una destrucció­n y un dolor colectivo que resulta difícil describir en toda su extensión.

Hay un tercer aspecto de esta tragedia digno de comentario. Flanagan envió a la cadena ABC 23 páginas poco antes de cometer sus crímenes, en las que pretendía justificar­los. (Otro síntoma de su afán de notoriedad: los suicidas remitían antes sus cartas al juez, no a un medio de comunicaci­ón). El asesino decía en ellas que le habían maltratado por ser negro y homosexual. Y, entre otros desvaríos, trataba de defenderse subrayando que la matanza de Charleston había propiciado su venganza. Son argumentos discutible­s. Uno evoca lo que Robert Hughes llamó la cultura de la queja, tan arraigada entre irresponsa­bles en Occidente. Y el segundo es un contrasent­ido: no parece lógico perpetrar una matanza tras lamentarse por la comisión de otra.

Decía Petrarca que “un bel morir tutta una vita onora”, refiriéndo­se a la entereza con que debe afrontarse la muerte. En la era de la hipercomun­icación, algunos trastornad­os piensan que matar o morir con cobertura televisiva, en directo, redime una existencia fracasada. Es un error, claro está. Y un auténtico horror.

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