Los dados
Finalizan, snif, las vacaciones de agosto y, repentinamente, después de la curva de este fin de semana (con su lunes de propina), nos encontraremos ante el precipicio electoral de septiembre. Unas elecciones históricas para unos, incómodas para otros, complicadísimas para todos. Alea jacta est. Ya hace tiempo que Artur Mas, aplaudido por las legiones independentistas, desafía al senado de Roma. Convocando las elecciones, Mas ha cruzado, como César, el pequeño río Rubicón: la línea roja que había señalado Rajoy, émulo de Pompeyo, con el apoyo de todas las instituciones del Estado. Los dados ya están rodando. Woody Allen resumió este momento con la metáfora de la pelota de tenis que, habiendo rozado la parte alta de la red, puede caer a un lado o al otro de la pista. Éxito o fracaso.
Está garantizada la victoria de la alianza entre Convergència, ERC y las celebridades independientes, aunque, si es corta, puede convertirse en fracaso. El resultado final dependerá de los detalles que puedan aparecer en campaña: una revelación escandalosa de los servicios secretos, declaraciones de personalidades europeas, patinazos que fomentan antipatía (como el
Se identifican con el Kowalski de ‘Ferdydurke’: “No sé quién soy, pero sufro cuando me deforman”
de Junqueras con los periquitos). Pero lo más determinante será la participación. Lo dijo García Albiol (que, en pocos días, ya ha demostrado su capacidad de centrar la atención, lo que no siempre equivale a suscitar adhesión). Y uno de los periodistas más astutos y experimentados del soberanismo le da la razón: cuanto más alta sea la participación en comparación con las últimas autonómicas (67%), más corto será el triunfo de Junts pel Sí. Y al revés, claro: si la participación es menor, la victoria de dicha coalición será alta. También he repasado las valoraciones de nuestro compañero Carles Castro, uno de los mejores analistas electorales. Castro sostiene que el grueso de los votantes independentistas está muy movilizado y ha obtenido grandes éxitos (colosales manifestaciones, simulacro de referéndum del 9-N), pero tiene poco margen de crecimiento. Dicho de otra manera: los independentistas cuentan con una gran fuerza (unos dos millones de votantes), pero tienen un techo. La incógnita, por consiguiente, es saber si los partidos que se oponían a atravesar el Rubicón podrán movilizar en menos de un mes a un electorado disperso y contradictorio (no querer cruzar el Rubicón no te hace amigo de Pompeyo, Rajoy o el TC).
Sorprende que PP y C’s hayan destinado tanta energía a atemorizar y deprimir a los independentistas. Ciertamente: predicar el apocalipsis cohesiona a los españolistas decididos, pero también a los independentistas convencidos, mientras desampara a una amplia franja indecisa de votantes, que podría ser decisiva. No pocos catalanes se sienten incómodos con las definiciones nacionales expeditivas. Son catalanes que confraternizan con el protagonista de Ferdydurke, aquella gran novela de Gombrowicz: “No sé quién soy, pero sufro cuando me deforman”.