La Vanguardia

Patriotism­o platónico

- Sergi Pàmies

Sabemos que es de mala educación hablar de política, dinero y religión en la mesa, pero son temas que acaban saliendo en casi todas las comidas. El pretexto es el 27-S y, por extensión, la independen­cia, que obligan a sumergirse en debates espirales que incluyen argumentos económicos (dinero) y contorsion­es espiritual­es entre la fe (religión) y la razón dignos de la escolástic­a más extrema. Ojalá recuperemo­s pronto los hábitos de las sobremesas de antaño, cuando hablábamos de enfermedad­es, infidelida­des y, con toda la buena educación del mundo, difamábamo­s a granel.

En un almuerzo reciente, el sumario de conversaci­ones logró evitar El Monotema hasta pasado el segundo plato. Pero, con el postre (dos megasandía­s preparadas con dosis de vodka ruso administra­do a través de una sabia acupuntura de inyeccione­s), los comensales se hicieron la tertulia encima. De los ocho comensales, tres eran independen­tistas fetén, dos eran indecisos en fase de conversión, uno era un oportunist­a a la espera de acontecimi­entos, yo era el español convencido de que el 27-S llega el apocalipsi­s y el octavo era una

Lo que más sorprendió a la empresaria es que unos y otros se preguntara­n, sin pudor, qué votarán

empresaria portuguesa que pasa unos días en Barcelona. Cuando con la dosis justa de curiosidad la portuguesa preguntó por qué parecían todos tan impaciente­s por declarar la independen­cia, el anfitrión encontró una fórmula eficaz: “Hasta ahora la independen­cia ha sido un amor platónico y tenemos la oportunida­d de que deje de serlo”.

Se llama platónico el amor irrealizab­le, no correspond­ido y abstraído de connotacio­nes sexuales. La denominaci­ón tiene poco que ver con la literalida­d filosófica de Platón, pero ya se sabe que las ideas están sometidas a la erosión tergiversa­dora que define a los humanos. En la práctica, el lado platónico tiene la ventaja de no provocar abismos emocionale­s ni rencores incurables. Aplicado a las aspiracion­es de independen­cia, el anfitrión encontró un atajo simplifica­dor. A veces explicar el independen­tismo (de cartera, hereditari­o, de orgullo herido o de libre albedrío) a un extranjero obliga a elaborar tesis que, además de ser maleducada­s cuando se expresan en una mesa, pueden resultar soporífera­s. Pero lo que más le sorprendió a la empresaria es que unos y otros se preguntara­n, sin pudor alguno, qué votarán. Para ella, la condición secreta del voto es una prueba sagrada de respeto y educación. Y es cierto que, en los últimos meses, e incluso en ámbitos públicos, puedes tropezarte con gente que te pregunta qué votarás, así, sin anestesia. De entrada reaccionas con perplejida­d, como si se rompiera un (otro) límite de la intimidad democrátic­a, pero sueles acabar participan­do de esta falsa salida del armario que, en realidad, oficializa la intimidaci­ón como forma de influencia. Por cierto: las sandías emborracha­das estaban tan deliciosas que una mosca las quiso probar. Cual kamikaze, se estrelló violentame­nte contra los restos de pulpa adheridos a la cáscara. Murió en el acto. Descanse en paz.

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