¿Qué es un refugiado?
La principal lección que se extrae de la forma en que Catalunya acogió al primer contingente de refugiados bosnios: con la voluntad no es suficiente
Catalunya tiene experiencia en la acogida de supervivientes de guerras, y no sólo la que han atesorado entidades públicas y privadas. Si la alcaldesa Ada Colau quiere acoger a refugiados sirios haría bien en escuchar lo que le puedan decir centenares de personas sencillas. Algunas por desgracia ya no están entre nosotros, como Àlvar Busquets, alcalde de Cornudella de Montsant cuando aterrizó el primer contingente de 130 bosnios en El Prat, el 9 de diciembre de 1992. Él ya no está, pero sí sus amigos y seres queridos, que pueden hablar en su nombre.
También puede hablar Joan, licenciado en Historia, que se tomó un año sabático para acabar su tesis doctoral y que abrió un paréntesis de seis meses para cocinar gratis para un grupo de bosnios. O Neus y su marido, que destinaron 15 días de sus vacaciones para ayudar a adecentar l’Eucaria, una casa de colonias de Sant Martí de Tous (Anoia) que acogió a los doce niños y nueve adultos para los que cocinó Joan (macarrones con champiñones y pollo el primer día).
Todos podrían explicar a la alcaldesa qué es un refugiado. También se lo podrían decir los integrantes del gremio de panaderos de Igualada, que les suministraron el pan que necesitaron. O el gremio de curtidores, que les entregaron zapatos. O los libreros, que les entregaron material escolar. O los comerciantes, que les llenaron la despensa.
Lo primero que le dirían es que hay que estar listos para sorpresas, y no todas agradables. El bueno de Àlvar Busquets, el primer alcalde democrático de Cornudella, en el Priorat, era entonces la máxima autoridad de un pueblo de 800 habitantes con muchos problemas, pero aun así entre todos los vecinos prepararon el pisito de la Rectoría para acoger a una familia de ocho miembros. El alcalde explicaba a la prensa a pie de pista en El Prat, con orgullo y sonrojo, que el pisito no “era ningún palacio, pero la despensa está llena a rebosar y no les faltará de nada”. El alcalde y los paisanos que le acompañaban no pudieron ocultar su desilusión cuando les explicaron que justo el grupo de huéspedes al que esperaban se echó atrás en el último momento y decidió quedarse en su país. En lo que un día fue su país.
Y eran refugiados que venían en avión, con todos los problemas de papeles y visados arreglados de antemano. En bandeja de plata. Imagínense ahora a refugiados que no saben absolutamente nada de lo que les aguar- da en su ciudad de acogida. Barcelona tendría que prepararse para encajar con dignidad desplantes que en realidad no lo son, y no confundir la inseguridad y el miedo con la soberbia.
Cristina, Meritxell, Nani, Enric, Toni, Carles, Lídia y tantos otros voluntarios de la Cruz Roja de Igualada o de la Direcció General de Joventut en Comarruga no supieron qué decir cuando algunos refugiados les hicieron preguntas que les deja- ron descolocados. “¿Dónde está el parquet en esta casa?” “¿No nos podrían alojar en algún lugar con más intimidad?”
No era ingratitud ni choque de culturas, aunque también hubo problemas idiomáticos y de malas traducciones. Ignasi Planas, uno de aquellos voluntarios, hoy un jubilado que se ha trasladado a vivir a Barcelona y que intenta inculcar a sus tres nietos su pasión por el altruismo, daba ayer una posible explicación: “Las personas que huyen de una guerra, además de estar desesperadas y jugarse la vida en un camino difícil y sin retorno, son las que tienen más medios económicos. Supongo que cuanto antes se hallen en un entorno como el que tenían antes del desastre, antes comenzarían a olvidar”.
En lugar de sentirse defraudados o poco valorados, una riada de voluntarios –el principal capital de Catalunya– trabajó sin descanso para hacer más fácil la estancia de aquellos primeros bosnios. Una familia de Calafell, los Vives, se ofreció a alojar en uno de sus dos pisos a un matrimonio, el de Brunno, Alma y su hija Manya. Pero incluso quienes se quedaron en aquella casa de colonias, “sin parquet”, acabaron deshaciéndose en elogios hacia sus “ángeles de la guarda”, como decía en una carta enviada a este diario Cedomir Istanovic. Los anfitriones comprendieron entonces que habían emprendido la aventura con enormes dosis de voluntarismo, pero eso no basta. Hay que hacer un esfuerzo y tratar de ponerse en la piel del otro. Sólo así todas sus dudas e incertidumbres cobran sentido. Lo entendieron cuando vieron que los niños no querían acercarse a los árboles o cuando los adultos pedían que todo –los altillos, las ventanas, la sala de estar– tuviera cerrojos. ¿Por qué? Porque en las copas de los árboles podía haber francotiradores o porque cualquiera podía irrumpir armado en la casa de madrugada. Eso es un refugiado. Una persona con miedo.