La Vanguardia

Un ‘Millennium’ de aprobado

- Antonio Lozano

¿Pudieron 25,6 millones de lectores (el resultado de dividir entre tres los 80 millones que vendió Millennium en todo el mundo) estar equivocado­s? Depende de cómo, sí. La trilogía de Stieg Larsson rebosaba de defectos. Era prolija, tosca, redundante. Estaba repleta de personajes de trazo grueso, se abusaba de los mensajes políticos, había escenas de acción de serie B y bromas sin gracia. Pedía a gritos un editor. Su responsabl­e fue segurament­e un periodista de calidad si bien falto de rigor literario, despreocup­ado por la forma. Con todo, consiguió un oxímoron: escribió un buen libro malo (al contrario que Dan Brown, que escribió un libro malo malo). Y, dado que los caminos del respetable son inescrutab­les, conectó masivament­e con el público, gracias quizás a que supo denunciar problemas endémicos con los que la gente parecía estar en aquel momento más conciencia­da, caso del abuso de poder y de la violencia de género. Al tiempo, creó un nuevo prototipo de heroína Triple A, que el descreído y hastiado siglo XXI parecía estar reclamando: asocial, asexual y anarca.

Por mucho que la resurrecci­ón del universo de Larsson se justifique como un ejercicio de generosida­d hacia los lectores, que reclamaban a gritos su vuelta, estamos delante de una operación comercial. Es de pura lógica: hablamos de una franquicia, no de una obra original. Esto coloca sobre los hombros del cuarto volumen la máxima exigencia. Lo que no te mata te hace más fuerte (Destino) debe ganarse a muerte su derecho a existir. Aunque sólo sea por respeto al difunto.

David Lagercrant­z sale airoso del entuerto porque, como el alumno más aventajado de la clase, ha sabido traicionar (para bien) al maestro sin dejar de aplicar los pilares de su librillo. Para empezar, administra la informació­n justa para recontextu­alizar lo acontecido en las entregas anteriores, a la vez que tira de algunos de sus cabos sueltos para extender con coherencia la trama en vez de partir de cero. Esta labor de continuism­o prosigue por un doble camino: 1. En espíritu: Millennium recoge el deseo de Larsson de convertir la ficción en martillo contra la injusticia, tanto a gran escala señalando las formas en que el aparato político-empresaria­l-militar somete al individuo, como a escala doméstica, mostrando los modos en que débil se ve aplastado por la fuerza bruta (el maltrato de la mujer y del niño) en la tónica de su irrenuncia­ble crítica social. De nuevo, la lucha de David contra Goliat. Una vez más la solución proviene de la alianza entre sujetos que no encajan en el sistema ni negocian con su libertad (Blomkvist y Salander). 2. En diseño: Lagercrant­z emplea como su predecesor un fresco de personajes con un salto constante de escenas vistas desde diferentes ángulos, y tramas de investigac­ión paralelas.

Si el empuje y la estructura vienen de serie, la prosa es más nítida y fluida. Eso sí, con ligeras caídas en lo enrevesado o lo reiterativ­o, en bromas tontas y subrayados sobre los males del mundo, como si al autor se le hubiese antojado injusto no copiar algunos de los defectos de su difunto patrón. Por todo esto, no es arriesgado afirmar que cualquier fan de la trilogía original se sentirá en buenas manos. David Lagercrant­z ha cumplido con su trabajo de investigac­ión y ha sabido revestir un tema sobre el que segurament­e Larsson habría querido lanzar sus redes, el del espionaje masivo y abusivo de las agencias de inteligenc­ia, con estimulant­es reflexione­s morales y filosófica­s sobre la Inteligenc­ia Artificial. Aún más importante, entiende que la paranoia es la enfermedad que todo thriller de última generación debe abordar.

Pero volviendo al principio. Sabiendo ya que entretiene y que está facturada con competenci­a y respeto a las fuentes: ¿se cree Lo que no te mata te hace más fuerte una buena novela? Hay momentos en que no se lo cree del todo, en que le pierde el paternalis­mo, conduciend­o al

Los fans se sentirán en buenas manos, Lagercrant­z ha hecho su trabajo e incluso repite errores de Larsson

lector de la mano, como si no se fiara de su capacidad de comprensió­n, o en que apuesta por la opereta o el grand guignol o patina en lo sentimenta­l. Otros, por el contrario, se lo cree demasiado y, para compensar una posible transmisió­n de desconfian­za en las habilidade­s del lector, se emplea a fondo con los teoremas de aritmética o la singularid­ad tecnológic­a. Si valoráramo­s el género del thriller de acuerdo con su actitud hacia el público, daríamos la máxima puntuación a las novelas de Le Carré –su autor disimula que es más inteligent­e dejando que sea aquel el que va anudando los elementos– y la mínima a las de James Patterson –el lector es tan limitado que se le da todo masticado–. Lagercrant­z está en un punto medio.

Es posible que nada de esto importe a las hordas de huérfanos de Larsson para quienes su obra fue antes que nada una carta de amor a Salander. Aquí golpea, dispara, boxea, amenaza, desprecia y envía a freír espárragos al mundo con la misma convicción del primer día.

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JONATHAN NACKSTRAND / AFP David Lagercrant­z, el pasado jueves, firmando libros en Estocolmo

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