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El despertar de la solidaridad europea hacia los refugiados sirios; y el nuevo capítulo de la montaña rusa bursátil.
LA crisis migratoria en el este de Europa, con decenas de miles de personas que proceden en su mayoría de Oriente Medio y de Siria, ha provocado una oleada de solidaridad que ha obligado a los gobiernos a tomar iniciativas. Como ha ocurrido en Alemania y en Francia, también en España el Gobierno ha creado una comisión de siete ministerios para dar una respuesta a la crisis y al clamor protagonizado por la sociedad civil.
Un elemento significativo de esa ola de iniciativas solidarias es la anticipación de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que la pasada semana fue la primera que se ofreció para que la capital catalana acogiera a asilados y también para organizar una red de ciudades refugio para personas que huyen de la guerra y de otras catástrofes humanitarias. La respuesta es que, hasta ahora, más de dos decenas de ciudades españolas se han sumado a esa red, empezando por Madrid, cuya alcaldesa, Manuela Carmena, ha anunciado un fondo de diez millones de euros. También la Generalitat y diversas organizaciones humanitarias y profesionales, como los colegios de abogados, procuradores, médicos y de enfermería de Barcelona, se han sumado a ese movimiento, así como centenares de ciudadanos que se ofrecen para ayudar e incluso para acoger a los inmigrantes en sus casas.
Pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Está claro que la iniciativa de Ada Colau, plagada de buena intención, requiere tomar decisiones complejas que además deben coordinarse con el Gobierno del Estado, que es al que competen las políticas de asilo, y con la Generalitat, que tiene a su cargo las políticas sociales de acogida; un asunto que se complica aún más por la urgencia con que se plantea el problema, cuyas imágenes golpean a diario las con- ciencias y han provocado ese clamor ciudadano que ha obligado a los gobiernos a tomar cartas en el asunto. Por esa razón, los servicios municipales de Barcelona celebran estos días reuniones de urgencia con entidades humanitarias y oenegés expertas en este tipo de problemas, para vertebrar un sistema de acogida que resulte adecuado y efectivo, lo cual no es fácil, tanto por la falta de medios económicos como por la inexperiencia en iniciativas de este calado. Por supuesto, las dificultades no deben ni pueden menoscabar la iniciativa, que, en todo caso, debe ser elogiada y valorada muy positivamente.
Conviene que los gobiernos estatal, autonómicos y municipales se coordinen para que la acogida de asilados procedentes de países con graves problemas humanitarios dispongan de lo más básico. Es decir, vivienda, de forma provisional, servicios de sanidad y escuelas para los niños, así como de una ayuda económica básica y temporal para que puedan vivir con dignidad y, después, rehacer sus vidas en el lugar de acogida, si es que así lo deciden. La segunda prioridad es que esté claro qué personas y familias tienen derecho a este tipo de ayudas, por distinguirlo del emigrante económico, cuyo tratamiento es y debe ser de otro cariz. Y en tercer lugar, cuáles son los fondos necesarios para satisfacer estas medidas y en qué presupuestos se articulan. Todo ello al margen de todo tipo de ayudas que puedan llegar desde instituciones y organizaciones humanitarias, así como donaciones económicas, prestaciones personales o, incluso, de domicilios, así como ayudas en la tramitación de documentos o de gestiones de todo tipo, enseñanza de las lenguas propias, conocimiento de las costumbres del país de acogida, etcétera. Barcelona ha dado el primer paso. Ahora conviene que lo dé de forma eficiente.