Hasta que revienta
La actitud de Merkel ante la crisis de los refugiados es la misma que adoptó frente a la crisis de la deuda
Angela Merkel ha pasado en pocas semanas de aparecer ante el mundo como el verdugo de Grecia a erigirse en el ángel de la guarda de los miles de refugiados sirios –de momento, sólo de los sirios– que llaman desesperados a las puertas de Europa. De encarnación del mal a referente moral en un abrir y cerrar de ojos... ¿Qué ha sucedido para que en tan poco tiempo se haya pasado de comparar a la canciller alemana con los nazis en las calles de Atenas a corear “¡Alemania, Alemania!” en las plazas de Budapest? ¿Ha experimentado Merkel, acaso, una transmutación?
Podría parecerlo. Podrían incluso venir ganas de creerlo. En algunos países europeos, y al otro lado del Atlántico, algunos comentaristas no han dudado en saludar la actitud “responsable”, “valiente” y “ejemplar” de la canciller al abordar la crisis migratoria, abriendo las puertas a los miles de sirios que atraviesan estos días los Balcanes en busca de asilo en Alemania, en lugar de devolverlos –como el llamado reglamento de Dublín le permitiría– a los países de la Unión Europea (Italia, Grecia, Hungría) donde ponen por primera vez el pie. Un gesto que merece el aplauso, sin duda. ¿Pero es en realidad tan ejemplar como se pretende?
Si se mira bien, la actitud de la canciller alemana ante la crisis de los refugiados no es muy diferente de la que adoptó frente a la crisis de la deuda en la zona euro. En ambos casos, Merkel ha actuado exactamente de la misma manera: mirando inicialmente hacia otro lado, tratando de quitarse las pulgas de encima, dejando pasar el tiempo con la esperanza –vana– de que el problema se diluyera y, al final, forzada por la tozuda realidad, aviniéndose a actuar y reivindicando entonces una solución europea. Lo hizo con Grecia y la deuda, lo ha hecho ahora con Siria.
Angela Merkel es hoy la principal defensora de la unión bancaria europea, pero Nicolas Sarkozy todavía recuerda la contundente negativa que obtuvo de la canciller alemana cuando en el otoño del 2008, tras la quiebra de Lehman Brothers, trató de convencerla de dar una respuesta europea a los problemas de liquidez de los bancos: “Que cada cual limpie su mierda”, contó gráficamente Sarkozy, sin que quedara claro si la fórmula correspondía a una expresión prusiana o era la traslación libre hecha por el entonces presidente francés. Sarkozy empleó también meses en convencer a Merkel de acudir al rescate de Grecia y, cuando finalmente lo logró, la crisis se había extendido a toda la zona euro y el coste del rescate se había multiplicado.
En el caso de la crisis migratoria, la canciller alemana hizo al principio lo mismo. Mientras España, Italia y Grecia clamaban en el desierto por obtener una respuesta europea al alud de pateras que llegaban a sus costas, Merkel miraba a otro lado. Desde Berlín se recordaba que Ale- mania ya había recibido su cuota de migrantes cuando cayó el muro de Berlín y se lanzaba al Sur una consigna inequívoca: cada palo debía aguantar su vela. Han tenido que llegar los refugiados sirios (y no sólo sirios) a las puertas del sacrosanto imperio romano-germánico para que Merkel reaccionara por fin.
La suma de decisiones –e indecisiones– define un comportamiento. En Alemania esta adición ha generado una nueva palabra para describir la forma de hacer de la canciller: el verbo merkelear ( merkeln, en alemán), cuyo significado sería “no decidir, no hacer”... Una versión teutona de aquel célebre adagio del político francés de la IV República Henri Queuille según el cual “no hay problema que el tiempo y una ausencia de solución no acabe por resolver”.
Hasta que revienta.