La confrontación
La confrontación parece inevitable. No entre España y Catalunya, porque desencarnadas de la gente son puras entelequias (salvo para aquellos ultranacionalistas como Aznar y otros que aún creen que España es un destino único en lo universal), sino entre aparatos políticos y entre el movimiento social independentista y los poderes del Estado. Conforme crece la Via Lliure de la Diada y se acerca el 27-S la tensión aumenta y se multiplican amenazas y medidas represivas por parte del Estado español, de sus partidos y líderes políticos.
La tramitación de urgencia de la ley que habilitaría al Tribunal Constitucional para la destitución de oficio del presidente de la Generalitat es la expresión mas directa y brutal de una respuesta represiva a cualquier amago hacia la independencia. Pero viene arropada por declaraciones tonitruantes de líderes políticos, incluidos socialistas emblemáticos que sugieren comparaciones excesivas entre nacionalismo catalán y nazismo y apelan al artículo 155 de la Constitución (intervención de la autonomía). Y se apoya en una campaña mediática unánime de prensa, televisiones y radios de Madrid. Por otro lado, el movimiento independentista, motor del proceso, en contra de la visión conspiratoria que atribuye la responsabilidad a Artur Mas, ha puesto la directa, a pesar de saber los formidables obstáculos que tiene enfrente y aunque sólo cuenta con el apoyo de la mitad de la población. Y es que eso es un movimiento social. No teme y no negocia, se afirma. Fuerte en sus convicciones, inspirado en los ejemplos de nacionalismos europeos recientes que han multiplicado los estados en el continente, y anclado en el ultraje del ninguneo recibido desde Madrid en el último decenio, acrecienta el oleaje y confía en que la represión aumentará el caudal independentista.
Cuenta además con el apoyo partidista, simétrico al de los medios madrileños, de los medios de comunicación controlados por la Generalitat, así como con la movilización de parte del tejido asociativo catalán y de iconos culturales. Suficientes ingredientes para un apoyo multitudinario al sueño independentista que textos legales superados por la realidad no podrán subyugar fácilmente. Pero el detonante de la confrontación se sitúa en las elecciones y en las decisiones del nuevo Parlament como expresión legal de la soberanía popular en Catalunya. Los datos fiables de que dispongo señalan como más que probable que la coalición independentista no alcanzaría por sí sola la mayoría absoluta, pero sí lo conseguiría sobradamente con la decisiva contribución de la CUP. Lo que conlleva el endurecimiento de las posiciones pro independencia. De hecho, la conocida corrupción de Convergència, convenientemente expuesta en el momento oportuno, ha radicalizado el nacionalismo transfiriendo el apoyo de los sectores más progresistas del nacionalismo a opciones de cambio social y nacional, como las que propone la CUP.
El probable triunfo del soberanismo en las elecciones se debe en buena parte a que la coalición Catalunya Sí que es Pot no ha acabado de encontrar un espacio propio capaz de atraer a ese electorado que es a la vez progresista y nacionalista. La coalición que triunfó en Barcelona no ha podido ser trasladada al ámbito catalán por su ambigüedad en torno a la independencia en unas elecciones en las que la cuestión nacional, de uno y otro lado, es más importante que la cuestión social, el punto fuerte de Barcelona en Comú. Aun así es paradójico que la única coalición que propone la opción apoyada por el 80% de la población, a saber, el derecho a decidir como cuestión previa, no esté recabando más apoyos. Se observa así la división que ya se manifestó en las asambleas del 15-M en mayo del 2011, cuando por voto asambleario se rechazó pronunciarse sobre la independencia para no dividir al movimiento. La realidad es que el movimiento estaba y está dividido entre quienes quieren cambiar la política y quienes quieren cambiar de nación.
Con este escenario en ciernes, después del 27-S, ¿qué? Todo dependerá de las ganas de pelea que tenga el PP jugando su última baza de baluarte de España para no perder las elecciones, así como de las ganas de independencia por la vía rápida (18 meses pero con medidas inmediatas) que tenga el nuevo gobierno soberanista. Y, también, de hasta donde el Constitucional esté dispuesto a aceptar la confrontación que se le impone. En concreto, si Artur Mas cae en la trampa del PP, en lugar de esperar pacientemente a un nuevo gobierno español más dialogante que entrará en funciones en enero, el conflicto abierto está servido, con formas más o menos violentas por parte del Estado y más o menos efectivas en términos de desobediencia civil por parte del movimiento social. En esa situación el punto débil del independentismo es que con una mayoría parlamentaria que no corresponde a una mayoría de personas es sumamente arriesgado adentrarse en un conflicto frontal e inmediato de consecuencias imprevisibles.
Lo verdaderamente dramático es que la fórmula democrática y civilizada para empezar a desenredar el nudo de la confrontación, está planteada desde hace tiempo y respaldada por el 80% de catalanes y casi todos los estamentos sociales, incluida la Cámara de Comercio y asociaciones empresariales. Un referéndum (orientativo o vinculante) legal, preparado con todas las garantías y precedido de un amplio debate en la sociedad civil. El modelo escocés era posible. Pero PP y PSOE lo bloquearon. ¿Por qué? Aunque hay intereses en juego de los barones regionales, lo decisivo es el fundamentalismo españolista de los políticos españoles: la existencia de España, como la existencia de Dios, no se somete a votación. Y es que la mayor paradoja es que quienes acusan al nacionalismo catalán de intransigencia esencialista y bloquean una solución dialogada son precisamente quienes se encastillan en la esencia de la España una, grande y libre.
Lo decisivo es el fundamentalismo españolista de los políticos españoles: la existencia de España, como la
de Dios, no se somete a votación