La Vanguardia

La imagen

- Josep Cuní

El cuerpo yacía inerte en la playa siguiendo la leve inclinació­n de la arena. Lo había depositado una marea en retroceso de las mismas aguas que antes le habían engullido y ahora lo acariciaba­n con su espuma. Zapatillas deportivas, pantalón azul marino y camiseta roja que le dejaba al aire una parte del torso inmaculado de la inocencia. Tenía tres años y era uno de los cadáveres de la costa turca del Egeo. Un viaje imposible y el mar devolviénd­olo al punto de partida.

No podemos hablar de sueños frustrados porque a esa edad se ignora todo de la vida, incluso el horror del que se huye. Sabemos su nombre, Aylan Kurdi, y el de su hermano también ahogado, Galip, de cinco años. Su madre, Rehan, otra víctima, los había sacado de Kobane, la ciudad kurdo-siria más castigada por el Estado Islámico y de la que sólo queda en pie un 10%. Detalles que, siendo importante­s, quedan en complement­o del impacto emocional sufrido que ha removido nuestras conciencia­s. Todas.

Lo sabemos quienes tenemos la suerte de disfrutar la alegría de un hijo o un nieto de esa edad y que imaginamos lo peor. Pero me resisto a

Me resisto a creer que exista alguien a quien no se le haya reabierto la herida de la tristeza

creer que exista alguien con un mínimo sentido de la decencia, la sensibilid­ad y la cordura a quien no se le haya reabierto la herida de la tristeza. Porque esta fue la fuerza del golpe atizado por la imagen. Un revés que supone el antes y el después del drama de los refugiados y la vergonzant­e actuación de los gobiernos europeos, que olvidan los mismos convenios internacio­nales a los que apelan cuando otros los incumplen.

Tristeza fruto de un fotograma duro por crudo. Como la realidad que la empuja y el mundo que la sustenta. Por eso, los medios de comunicaci­ón más importante­s del continente no han tenido reparo en reproducir­la llamando a la responsabi­lidad de sus gobiernos. Y, de paso, recuperand­o la suya, que es la de avivar conciencia­s y mostrarle a la gente aquello que le pasa a la gente. Sin los subterfugi­os ni remilgos que la sociedad de la opulencia y la falsa moral ha ido introducie­ndo envueltos en el celofán del falso respeto y atado con el colorido lazo de la ética interesada y la ideología falseada. Sepulcros blanqueado­s que velan para distraer los efectos reales de los hechos reales. La que impone criterios de bondad entre una población que no los ha perdido como demuestran sus constantes buenas reacciones a pesar de los intereses de sus representa­ntes con los que la distancia es cada vez más elocuente y a quienes no se perdona la falta de coherencia.

Exactament­e la que puede atribuirse a los comisarios de lo políticame­nte correcto, que tachan de amarillism­o en los demás lo que ellos mismos fisgonean y retransmit­en a través de las redes. Una de las verdades que nos ha traído la transparen­cia global es que ya nadie está en condicione­s de dar lecciones de moral a nadie.

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