Política y razón
En el principio era el Verbo”, proclama el Evangelio de san Juan. “En el principio son las cosas”, debería decir el Evangelio de la política. Porque las ideas –en cierto sentido, también cosas– no son más que herramientas para afrontar la realidad, asumirla, ordenarla y modificarla. “Salvémonos en las cosas”, dijo Ortega con motivo. En esta línea de pensamiento, puede sostenerse que la historia invita al optimismo porque constituye un proceso de progresiva racionalización de la vida colectiva en escenarios cada vez más extensos (de la caverna a las uniones supraestatales en un mundo globalizado, pasando por la tribu, la ciudad y el Estado), con una ampliación constante del sujeto protagonista (aristocracia, burguesía, ciudadanos y, por último, las mujeres), y en un ámbito de libertades y derechos cada vez más completo y consolidado. De ahí que, en el presente momento histórico, la acción política deba centrarse, en los países democráticos, en la implantación de un plan vinculante de convivencia en la justicia (con especial cuidado en el logro efectivo de la igualdad de oportunidades), en la preservación del orden público y en el fomento del desarrollo económico; es decir, en una política de cosas. Una política que erradique el irracionalismo, el sentimentalismo, la hiperpolitización, el mesianismo, el patrioteris- mo, la improvisación y la ausencia de rigor.
Se ha dicho con buen criterio que todo lo que no sea racional y sistemático es un subproducto intelectual, y que la más luminosa herramienta de que disponemos es la razón. Hay que aplicar, por tanto, la razón a la política, lo que implica necesariamente una doble opción: evolución –reforma– en lugar de revolución –ruptura–, y empirismo en vez de utopía, sin simplificar lo que es complejo y actuando siempre con rigor. “O se hace precisión o se hace literatura o se calla uno”, se nos ha recordado. Por otra parte, la razón no ha de contraponerse a la tradición: ha de intentar renovarla. Porque la tradición es, en sí misma, un depósito de experiencias heredadas, de razón colectiva acumulada e irrenunciable, susceptible de evolución, corrección y desarrollo. En consecuencia, a lo que la razón se contrapone no es a la tradición sino a la revolución, que constituye un intento de acabar con el orden establecido, haciendo tabla rasa de todas las normas creadas e impuestas por el uso social, es decir, de todo lo existente, en aras del voluntarismo, del constructivismo social y, en suma, de la irracionalidad. Y es que, del mismo modo que somos personas porque tenemos memoria (aunque también es cierto que podemos vivir porque olvidamos), un pueblo –una nación– lo es porque tiene una tradición propia –una historia– que no puede negar o menoscabar sin negarse a sí mismo.
Ahora bien, el ejercicio de la razón no debe ser, en política, algo exclusivo de sus profesionales. Muy al contrario, deben usar también la razón todos los ciudadanos, en especial al ejercitar su derecho al voto. Es la razón la que impedirá que se dejen llevar por corrientes de opinión artificiosamente promovidas y sectariamente manipuladas, ni por sesgadas propagandas ideadas por quienes emplean sin escrúpulos el engaño frontal y la elusión insidiosa en defensa de sus propuestas. Los ciudadanos, al ejercitar fríamente la razón, deben deducir conclusiones y consecuencias de las distintas ofertas programáticas que se les hacen, así como inducir probabilidades a partir de ellas. A tal efecto, han de procurar informarse del contenido de los distintos programas ofrecidos, contando con que la voluntad deliberadamente desinformadora de muchos políticos es grande y constituye un grave impedimen- to para llegar a conclusiones realistas no condicionadas por la retórica vana, un argumentario dogmático y el desvarío sentimental. Asimismo, los ciudadanos han de ejercitar la crítica respecto al pasado sin distinguir entre los nuestros y los otros, superando el cainismo habitual en muchas formaciones políticas por su convencimiento de que la conversión del adversario en enemigo conviene a sus intereses. Y, por último, los ciudadanos deben dudar de todo y de todos, en especial de los que se presentan como mesías o redentores, recreando la más arcaica forma de transmisión de ideas, que es el mito, utilizando sin escrúpulos el control político de la historia y manipulando desvergonzadamente el pasado.
Cada ciudadano ha de reaccionar frente a la deliberada desinformación que le acecha en la medida de sus posibilidades. Para ello, es preciso que sea consciente de que él –cada persona– es el sujeto único e irrepetible de su propia historia, que para él comienza y termina con su propia vida. Razón por la que no hay Dios, ni idea, ni patria, ni motivo alguno en cuyo nombre puedan serle exigidos a nadie un sacrificio o una entrega que no hayan sido antes libremente aceptados por motivos que sólo al propio interesado competen. Esta es la grandeza del voto, un acto personalísimo que, para ser plenamente humano, ha de fundarse en la razón.
Los ciudadanos han de ejercitar la crítica respecto al pasado sin distinguir entre ‘los nuestros’ y ‘los otros’