No es lo mismo
Ahí las tienen. Las podría haber comprado usted, yo, para el primer día de curso de su hijo, de su nieto. ¿Cómo apartar la vista? Suela de goma y tiras de velcro. Un par de deportivas normales, diseñadas para resistir lo que sea, volteretas, saltos. De las que no se salen del pie. Unos zapatos cualquiera para un niño cualquiera.
Sólo que estas son las de Aylan. Y, claro, no es lo mismo.
En casa retiramos los zapatos al menor síntoma de agotamiento. Nos da no sé qué dejar que las niñas vayan con calzado viejo o roído. Eso sería casi tanto como abandonarlas bajo la lluvia. Ya ven, qué idea. En nuestra sociedad acomodada le damos un gran valor a los zapatos. Tanto es así, que la gente entierra a sus muertos con ellos puestos, quizá porque no sabemos cuánto hay que caminar en el más allá, ni por qué clase de terrenos... Pero, claro, no es lo mismo. Debió pensar la madre de Aylan que iban a hacer un largo camino. Se las ató bien fuerte. Ese velcro no se despega con facilidad. ¿El objetivo? Que el pequeño alcanzara el destino sin llagas en los pies... y sin perder los zapatos. Para correr como el Correcaminos cuando se encuentra con el Coyote, con la madrastra de Blancanieves, con el jefe de la mafia del bote, con el hambriento, con el Capitán Garfio, con el mismísimo Satanás... Un viaje lleno de peligros reales e imaginarios. Un viaje, en fin, a ninguna parte.
¿Acaso no le gusta a usted, y a mi, que los niños estrenen zapatos cuando salen de viaje? Pero, claro, no es lo mismo.
A Aylan le tocaría subirse a trenes en marcha, desasirse de la presión de la mano de un guardia, esquivar codazos entre una multitud, disputarse su comida, echarse a dormir en cualquier sitio y despertarse en la Luna, en Marte... Puede que después de todo eso tuviera que abalanzarse sobre la vergonzosa valla húngara con clavos y púas y cuchillas desgarrándose sus muslos...
De nada le sirvieron a Aylan sus deportivas nuevas. Apenas las estrenó. Le pilló Satanás antes de llegar a la playa. El otro le dejó en posición decúbito prono y con el rostro hundido en la arena. Eso sí, no le arrancó sus zapatos nuevos para que el mundo entero sintiera al fijarse en ellos un dolor parecido al de una concertina. Pero, claro, no es lo mismo. Pocas veces lo vemos reflejado con la calidad que se aprecia en esta instantánea. Nos asomamos a uno de los mayores dramas humanitarios desde la Segunda Guerra Mundial, y lo hacemos desde nuestras cómodas ventanas de prensa y televisión, algunos con la piel aún quemada por el sol y oliendo a Armani. Un escalofrío nos recorre el cuerpo, balanceamos la cabeza de lado a lado, como diciendo que esto es increíble, y baja una lágrima. Quizá esas tres emociones no sean un gesto de buena conciencia sino de alivio por que ese niño muerto no es nuestro hijo. Y, claro, no es lo mismo.