La guerra que se tenía que ganar
El pasado 2 de septiembre el mundo recordaba el 70.º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, la guerra que se tenía que ganar. De esta manera titularon Williamson Murray y Allan R. Millett su historia de un conflicto que se alargó de 1939 a 1945. Un título que da el sentido histórico de un conflicto contra la encarnación más diabólica del mal. Las ansias expansionistas y el delirio bélico de la Alemania nazi, que no dudó en pactar con los soviéticos y asegurar a Francia e Inglaterra que había llegado “la paz de nuestro tiempo”, acabaron por poner de acuerdo las grandes potencias mundiales que la Gran Guerra había situado como regentes del nuevo mundo: rusos, americanos y británicos lucharon en tres continentes y varios mares contra la alianza nazi-fascista y su aliado japonés. Pero el inicio del conflicto hay que situarlo en el ataque a Polonia, un hecho que obligó a ingleses y franceses a declarar la guerra en Alemania y que dio inicio en lo que se llamó la “drôle de guerre”. Lejos de bromas, con la caída de Francia y la batalla de Inglaterra, la guerra demostraría toda su crueldad. Como explicó magníficamente el corresponsal de La Vanguardia en Londres durante el conflicto, Augusto Assía, Inglaterra se convirtió en la única nación europea que resistió el envite nazi, convirtiéndose en la esperanza del mundo libre. Roto el acuerdo Ribbentrop-Molotov, los soviéti-
cos contribuyeron a la Gran Guerra Patria, como se conoce en Rusia, de una forma sangrante, en un frente del Este que tiene Stalingrado como sinónimo de resistencia. Por su parte, el ataque japonés a Pearl Harbor haría salir para siempre EE.UU. de su aislacionismo. Los aliados empezaron a avistar la victoria a partir del desembarco de Normandía, pero el avance anglo-americano y ruso puso al descubierto la espeluznante realidad del exterminio de seis millones de judíos y de centenares de miles de gitanos, enfermos mentales, testigos de Jehová, disidentes políticos y prisioneros de guerra, así como republicanos españoles (entre ellos numerosos catalanes), en los campos nazis. El Holocausto convirtió aquella guerra en algo más que una serie de batallas ganadas. La victoria, sin embargo, no tuvo como recompensa un mundo en paz. En la conferencia de Yalta, el premier británico Winston Churchill, el presidente americano Franklin D. Roosevelt y el dictador soviético Iósif Stalin pusieron de manifiesto diferencias irreconciliables sobre la influencia de sus países en el mundo de posguerra. Era el inicio de la guerra fría. Harían falta 44 años más para darla por finalizada.