La Vanguardia

Postales rotas

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Conozco a gente que ha estado en Lesbos y en Kos de vacaciones. También conozco alguna que ha visitado Munich durante un par de días para ir de museos. Los primeros recuerdan las playas solitarias y el pez espada a la plancha. Los otros hablan de una ciudad burguesa, solemne. Ahora a Kos y a Lesbos no se puede ir excepto que uno esté dispuesto a ser sorprendid­o por familias sin techo que vagan por los caminos (los que han ido este verano dicen que duele). Y Munich, la del Deutsches Museum y el palacio de Oranienbur­g recibe ahora centenares de refugiados diarios que rompen el ordenado paisaje de la ciudad.

En nuestra manera egoísta –cómoda– de ver el mundo, los europeos hemos renunciado a las vacaciones en el norte de África y nos lo pensamos dos veces antes de ir a Turquía o a Petra. Empieza a ocurrir con Europa. Hace cinco años, la aparición en las costas de Holanda del cadáver de un ahogado en Calais cuando intentaba llegar a nado a las costas de Inglaterra habría servido de guion para una novela negra. Ahora corre el riesgo de ser normal. Este agosto, China ha asustado a los mercados financiero­s. Pero la peor crisis migratoria que ha sufrido el continente desde el año 1945 nos asusta a todos. Porque sabemos que va a cambiar Europa. Que no es una crisis que se resuelva en semanas o meses. Que puede durar años.

La Europa que algunos llamaban de los

Europa vive ahora la peor crisis migratoria desde 1945 y eso la asusta porque sabe que saldrá cambiada

mercaderes, la de los sueños de juventud, la Europa desagradab­le de hoy, la que le dice a Grecia que se ha acabado la broma, es sin embargo el paraíso de acogida para centenares de miles de sirios (también de iraquíes y eritreos) que huyen de un mundo en escombros. Y lo que encuentran es una Europa más dividida que nunca. Entre el Este y el Oeste. Entre el Norte y el Sur. A Alemania se le reprocha el no haber asumido el papel de potencia europea que le correspond­e. Cierto. Pero salvando la generosida­d de Suecia, sólo Angela Merkel parece estar a la altura. Cameron mira hacia otro lado. Aunque Londres (la fascinante y prohibitiv­a metrópoli de John Lanchester en Capital) es el Eldorado de los refugiados. En los países del Este han aflorado los peores fantasmas de su historia. Polonia dice que no quiere refugiados. Eslovaquia tampoco. Sobre todo si son musulmanes. Y Hungría ha sido diligente a la hora de alambrar la frontera y tiene un presidente que habla del fin de la “civilizaci­ón cristiana”.

Los estados del Sur tampoco lo llevan bien. Pedirle a Grecia que asuma cuotas de refugiados parece una broma pesada. Lo es. El caso español todavía es más irritante. Nos lo hacemos solos. Tiene un paro altísimo y la extraña habilidad de crear muchos puestos de trabajo de baja calidad... que acaban siempre en manos de los inmigrante­s. Lo explica Miquel Puig en su último libro, Un bon país.

Europa ha gestionado más mal que bien la crisis griega. Ha cerrado los ojos a Ucrania. Pero no podrá escapar de la crisis de los inmigrante­s. Lo que llega ahora supera lo imaginable.

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