Mujeres de risa gruesa
La memoria es reptil y aérea, gusano de seda y crisálida. Por mucho que la cortejes, su testarudez te impide lustrar algunos pasajes que arrincona como unos zapatos viejos. Los mismos que recuerdo con extraordinaria nitidez en la entrada de la casa de Isabella Rossellini en Long Island. Ocho pares de zuecos azules, de diversos tamaños, en su cabaña de madera rojiza de Bellport, un pueblo de pescadores donde la actriz me recibió hace quince años con motivo del lanzamiento de su perfume Manifesto. Fui tan afortunada que incluso me sirvió la comida en una vieja cocina llena de libros: ensalada de tomate y mozzarella y pollo empanado. La de los zuecos es la imagen más diáfana que conservo, acaso porque me sorprendió que aquella mujer que nos había entusiasmado por su personalidad, su belleza sin plastificar y su Blue velvet, tuviera un guirigay de suelas desgastadas en la entrada de su casa. También conservo algunas palabras. Las que tienen que ver con sus fantasmas, a los que les había dedicado su libro Some of me: “A mis fantasmas”. “¿A quiénes se refiere?”, le pregunté. “Son mis padres, que a menudo se me aparecen, discutiendo sobre mi vida”.
Este verano fui a ver a la Rossellini en Madrid. Representaba Green porno, un monólogo lleno de gags sobre la sexualidad de los animales (no en vano es doctorada en Entomología). “¡Cómo sigue pareciéndose a su madre!”, comentaba la gente, aunque a ella la genética italiana le otorgue una resolución menos misteriosa. “En verdad tengo el carácter de mi padre, mi madre era muy tímida. Siempre me decía que le gustaba ser actriz porque se encontraba muy cómoda haciendo de otra persona. Yo me relaciono bien con los demás. Para mamá, en cambio, era muy difícil”, zanja ella.
Ingrid siempre fue una mujer de media melena dispuesta a vivir como ella misma decidiera. Una actriz de inmenso talento cimentado en la certidumbre de crecerse cuando interpretaba. Introvertida, siempre siguió el consejo de Hitchcock cuando rodaron Recuerda: “Ingrid, ¡finge!”. También fue una actriz rebelde, en perpetua busca de retos creativos. La carta que cambió su vida decía así: “Señor Rossellini: he visto dos de sus filmes y me han gustado mucho. Si necesita una actriz sueca que hable inglés perfectamente, que no ha olvidado el alemán, a quien a penas se entiende en francés y que en italiano solo sabe decir ‘ti amo’, estoy dispuesta a acudir para hacer una película con usted”. Fueron seis largometrajes, tres hijos y una pésima reputación. El matrimonio con Rossellini entraría en crisis tras una década. Luego vendrían Renoir y Bergman y los Oscar por Anastasia y Asesinato en el Orient Express. Hasta que el cáncer la derrotó, siguió cortándose el pelo. Amó, vivió, rió y, como su hija Isabella, desafiaba la estupidez, defendía la naturalidad y le bastaba un leve parpadeo para provocar un nudo en el estómago.
Isabella Rossellini se describe: “Tengo el carácter de mi padre, mi madre era muy tímida” Ingrid Bergman era una actriz introvertida de inmenso talento que se crecía cuando interpretaba