La Vanguardia

El cementerio más siniestro

En el 70.º aniversari­o de la liberación de Auschwitz, este cronista visita el campo por primera vez. Sus cuatro bisabuelos del lado paterno y otros descendien­tes desapareci­eron sin dejar rastro...

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A lo largo de mi vida tuve numerosas oportunida­des de visitar Auschwitz, pero nunca lo hice. Mis cuatro bisabuelos del lado paterno, algunos de sus hijos, sobrinos y primos desapareci­eron durante la Segunda Guerra Mundial sin dejar rastro. En 1945 llegó una carta de Polonia que aclaraba cómo unos fueron fusilados en su ciudad natal, Lutzk, en la que vivían desde hace siglos. Los llamados einsatzgru­ppen los acribillar­on tras obligarles a cavar su propia tumba.

Algunos lograron escaparse y se unieron a quinientos hombres que desafiaron a los nazis y se enfrentaro­n a ellos con piedras, puñales y machetes, hasta ser fulminados por la artillería alemana. Los últimos judíos que resistiero­n en Lutzk fueron concentrad­os en la emblemátic­a sinagoga de madera de la ciudad y quemados vivos en el verano de 1942.

Mi abuelo nunca quiso contar la historia a sus nietos por temor a “contaminar­nos”, por temor a que nos convirtiés­emos en seres cínicos deprimidos. “Tenéis que crecer limpios, creer en el hombre”, me dijo cuando le presioné para que me hablara del agujero negro de nuestro pasado familiar. Sólo ahora, décadas más tarde, llegué al cementerio más grande de la historia de la humanidad. Al lugar en el que casi un millón y medio de seres humanos –judíos, homosexual­es, testigos de Jehová y discapacit­ados físicos– fueron asesinados entre marzo del 1942 y noviembre del 1944 por las balas, los golpes o las cámaras de gas en las que se inyectaba Ziklon-B en el lugar en que estaban convencido­s de que se iban a duchar. Cuando los reclusos entendían lo que ocurría, se subían por las paredes. Los guardias nazis esperaban que se hiciese el silencio y, sólo media hora más tarde, evacuaban los cuerpos sin vida, que incineraba­n en los crematorio­s y lanzaban en una piscina en el campo, que debe de ser el lugar con más cenizas humanas concentrad­as en el suelo. Casi un millón de personas.

Había visitantes de todo el mundo: parte de ellos, judíos, y otros, turistas con voluntad de conocer la trágica historia del Holocausto. ¿En qué momentos me estremecí y les vi estremecer­se? Cuando en plena visita a Auschwitz 1 escuchamos el ruido de decenas de trenes que pasan al lado del campo hasta el día de hoy. Al avistar Auschwitz 2 –conocido

A lo largo de mi vida tuve oportunida­des de visitar Auschwitz, pero nunca lo hice

Mi abuelo nunca quiso contar la historia a sus nietos por temor a “contaminar­nos”

como Birkenau–, a tres kilómetros del primer campo, una guía polaca con tono suave nos enseñó miles de kilos de pelo rubio, castaño y negro, extraído a cientos de miles de mujeres que llegaban al campo. El vello se usaba para hacer uniformes para los guardias o alfombras, reemplazan­do así el pelo de caballo, “que era más caro”, según explica la guía. Los alemanes eran muy ordenados: en uno de sus informes se habla de un tren con 3.000 kilos de pelo femenino que iba a ser transforma­do en fieltro industrial. El horror aumentó al presenciar miles y miles de gafas, y aún más al ver decenas de miles de prótesis, que eran parte del cuerpo de los inválidos que minutos después de llegar eran automática­mente enviados a las cámaras de gas.

“¿Cómo se puede llorar la muerte de seis millones de personas?”, se preguntaba el supervivie­nte y premio Nobel de la Paz Eli Wiesel. Quizás por este motivo estudié con atención la historia de Rebeca Grunwald, una bella joven rubia de 18 años soñadora, amante de la poesía y enamorada del amor. Me imagino que es más difícil pelar a una chica como Rebeca, incluso para una máquina diabólica y perversa como la del nazismo. Sin embargo, lo primero que le hicieron tras desnudarla y raparla al completo fue tatuarle el número 7762A en su brazo. De esa forma, tras deshumaniz­arla, era más fácil torturarla. Ella fue testigo de lo que le ocurrió a un millón de judíos en este lugar. La separaron de sus padres –asesinados inmediatam­ente– mientras ella sufría una agónica muerte de seis meses de duración. Un exterminio minuto a minuto, día a día.

Al principio, los nazis fotografia­ban a parte de sus víctimas cuando llegaban en los miles de trenes que durante varios días les transporta­ban a este campo situado en Polonia. Más adelante, decidieron tatuarlos porque tras su estancia en el campo el hambre era tal que las personas se desfigurab­an y quedaban irreconoci­bles. Esto, sin contar a aquellos que pasaron por las garras del doctor Mengele, que llevó a cabo terribles experiment­os médicos sin que nadie sepa la cifra exacta de personas que asesinó. Mengele nunca fue castigado y murió en Brasil en 1979. De los 8.000 guardias del campo, sólo unos 800 fueron ajusticiad­os. Cada mañana,

herr Doktor Mengele elegía a sus víctimas, que temían ser selecciona­das para sus experiment­os. Muchas mujeres frotaban sus caras con el polvo rojo de las tejas para mejorar su aspecto y evitar ser escogidas.

Shlomo Venezia, supervivie­nte de la Shoá, decía que cada día prefería morir, pero al mismo tiempo cada día luchaba por sobrevivir. Venezia cuenta que el hambre era tal que arriesgaba­n la vida por un pedazo de pan. “Yo masticaba, pe- ro no nos podíamos masticar a nosotros mismos y, en medio de nuestra impotencia, me decía a mi mismo: mañana por la mañana tendremos más pan”.

En estos años, todos los caminos conducían a Auschwitz. 430.000 judíos húngaros fueron asesinados en este campo, el más emblemátic­o del nazismo. Pero hubo otros transporta­dos desde muy lejos, que viajaban a veces casi una semana desde lugares lejanos como las islas griegas de Salónica o de Rodas –se estima que fueron unos 55.000 los judíos griegos desapareci­dos–, o Noruega, desde donde llegaron 690 judíos más. El 80% de los que llegaban al campo de exter- minio eran ejecutados inmediatam­ente.

Todos los bienes incautados a los presos eran utilizados para el bien de la economía del III Reich, y se enviaba todo a Berlín tras ser cuidadosam­ente empaquetad­o. El oro de los dientes de los cadáveres; los huesos, que eran utilizados como fertilizan­tes humanos; y los objetos personales, previament­e desinfecta­dos para ser reutilizad­os en la capital alemana. Un padre de familia polaco explica a su mujer que los nazis fueron los mayores ladrones de la historia: incluso buscaban en los zapatos de sus víctimas dinero y joyas.

“Aquí viven los muertos”, rezaba una pintada en uno de los barracones. Por la noche, entre la visita a Auschwitz 1 y 2, me quedé a dormir en un hotel de la ciudad polaca, en la que actualment­e viven cerca de 40.000 habitantes. En el hotel hay un spa, situado en medio de un jardín a menos de un kilómetro en línea aérea del pozo de las cenizas humanas del campo número 1. El autobús en la carretera tiene un cartel electrónic­o que reza: “Birkenau”. Dormir en Auschwitz no es fácil.

Cuando salimos de Birkenau, escuchamos las campanadas de una iglesia situada justamente a decenas de metros del campo. Me pregunté a mí mismo cuál habría sido la actitud de los sacerdotes y de los vecinos de la ciudad, que segurament­e escucharon los gritos y olieron los hedores de la muerte. Quizás por eso el papa Francisco promete abrir los archivos del Vaticano para investigar el papel de la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial.

La resistenci­a de los condenados en Auschwitz consistía, sobre todo, en afrontar la deshumaniz­ación y mantener algo de dignidad. Esforzarse por mantener la higiene, intentar leer, escribir o dibujar, ayudar a alguien a sobrevivir o, incluso, a morir. Eli Bohnen, un rabino de las fuerzas armadas norteameri­canas que acompañó al ejército de EE.UU. en la liberación de varios campos en 1945, se encontró con algunos esqueletos humanos revestidos aún de piel que apenas pesaban veinticinc­o kilos. Eran muertos vivos, aquellos que los nazis, en su intento de destruir y evacuar los campos, no lograron llevarse porque no se podían mover. Bohnen dijo: “Me sentía en la obligación de pedir disculpas a un perro que nos acompañaba por el hecho de pertenecer a la raza humana. Yo, como ser humano, pertenecía a la raza responsabl­e de las barbaridad­es que cometieron los nazis”.

Un compañero del reconocido escritor judío Primo Levi le preguntó por qué no se preocupaba por la higiene. Levi le contestó: “Para qué, si dentro de media hora trabajaré con bolsas de carbón”. El compañero le dio la primera lección de superviven­cia: “Lavarnos es reaccionar, es no dejar que nos reduzcan a animales, es luchar por vivir para poder contar, para ser testigos. Es mantener la última facultad del ser humano, la facultad de negar nuestro consentimi­ento”.

Imagino que es más difícil pelar a una bella joven como Rebeca, incluso para el nazismo

En el hotel hay un spa, en un jardín a menos de un km del pozo de las cenizas humanas

¿En qué momentos me estremecí? Cuando en Auschwitz 1 oímos decenas de trenes pasar

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El aspecto del acceso al campo de concentrac­ión hoy en día
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HENRIQUE CYMERMAN BENARROCH Auschwitz/Birkenau Enviado especial
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PATRICK VAN KATWIJK / AP
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GALERIE BILDERWELT / GETTY Una de las imágenes tomadas durante la liberación del campo de concentrac­ión, hace ahora 70 años
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El cronista resigue los apellidos de sus familiares asesinados en Auschwitz. Ha llegado al “cementerio más grande de la historia de la humanidad”. Al lugar en el que casi un millón y medio de seres humanos –judíos, homosexual­es, testigos de Jehová y...
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