La fama no lo es todo
Llàtzer Moix escribe sobre famosos y política: “La política debe estar abierta a todos los ciudadanos. Pero una buena gestión de la cosa pública requiere el concurso de personas con visión de futuro, inteligencia y experiencia. Los famosos, aunque en ocasiones sueñen lo contrario, son seres humanos corrientes. Su capacidad para contribuir a la mejora de la sociedad no es necesariamente equiparable a la que han demostrado para abrirse camino hacia el dinero o la fama”.
Kanye West, de profesión rapero, aprovechó la gala de los premios MTV, el pasado domingo, para anunciar su candidatura a la presidencia de Estados Unidos en el 2020. Técnicamente, podría llegar a conquistarla. West es ciudadano norteamericano, tiene más de 35 años y ha vivido un mínimo de catorce en su país: los tres requisitos básicos para mudarse a la Casa Blanca. Además, West ha amasado una fortuna y ha demostrado su habilidad para moverse en la escena pública, acumulando capital mediático, que hoy se cotiza más que cualquier otra divisa de curso legal y, no digamos, que cualquier capital intelectual.
Quizás el establishment observe con recelo la candidatura de West, porque su primer disco se titulaba Expulsado del colegio y porque pertenece a un gremio proclive al insulto a la policía. Pero, dada su acomodada posición, no hay mucho que temer. West es el primer interesado en mantener el actual statu quo. Es más, quizás su anuncio presidencial sea sólo una treta para agrandar su cuota de popularidad. En la liga de los famosos y las celebridades todo vale, salvo quedarse quieto. La competencia es tremenda y hay que estar siempre diciendo o haciendo algo llamativo. West lo sabe bien porque vive en ese mundo, y porque está casado con Kim Kardashian, que ha escalado las cimas de la fama global por una vía de gran dificultad: exhibiendo su descomunal trasero.
Tanto si West acaba presentándose como si no, es un hecho que las personas con capital mediático se están acercando, cada día más, al ámbito de la política. A veces, motu proprio. A veces, porque la política se acerca a ellas con el deseo de chuparles popularidad, como los vampiros chupaban sangre a sus víctimas. Las celebridades suscitan tanta adhesión entre la masa de votantes acríticos que quienes ejercen el poder les quieren a su lado. Son un cebo apetitoso. Otra cosa es que, al abrir la boca, nos deslumbren con sus ideas. Más bien puede ocurrir lo contrario.
Donald Trump, magnate inmobiliario y de la industria de los casinos, es ahora el modelo de famoso que triunfa en la política. Sus millones, sus esposas y sus groseras apariciones en un reality show donde ejercía de patrón despiadado le reportaron enorme popularidad. Aupándose sobre esa base mediática, decidió competir por la candidatura republicana a las presidenciales del 2016. Y, tras prodigar comentarios racistas y sexistas, así como ataques a la li- bertad de prensa, encabeza ahora los sondeos. El electorado ama a los triunfadores. Pero –¡ay!– también es voluble. Nada más conocer la candidatura de West, Miley Cyrus, sicalíptica presentadora de la gala de los MTV y paradigma de celebridad insustancial, proclamó ante las cámaras: “¡Trump, tenías mi voto! ¡Pero ahora quiero que West sea presidente!”.
A escala más modesta, esta vecindad, e incluso promiscuidad, entre famosos y políticos se da también en Catalunya. En la lista de Junts pel Sí, sin ir más lejos. Veo en ella a personas que no han sido enroladas debido a su talento político o a su experien- cia en la administración, sino por su notoriedad y por la capacidad de arrastre que se les supone. Veo, por ejemplo, al futbolista Pep Guardiola. O al cantante Lluís Llach. O a las actrices Montse Carulla y Sílvia Bel. O, más allá de la citada lista, a Karmele Marchante, cuyo asombroso currículo enlaza etapas de feminismo radical, de cotilleo gritón en la telebasura y, ahora, de tertuliana soberanista fichada por la emisora pública Catalunya Radio.
Aunque este tipo de rostros seducen a parte del público, constato que sus argumentos difícilmente satisfarán a quienes prefieren la razón a la ilusión. Llach, en su estreno como cabeza de lista por Girona, justificó su deseo de independencia para Catalunya afirmando que ya contaba 67 años y que tenía prisa. Y Karmele Marchante acreditó su convicción independentista diciendo que cuando le piden apoyo a una causa siempre lo da.
La política debe estar abierta a todos los ciudadanos. Pero una buena gestión de la cosa pública requiere del concurso de personas con visión de futuro, inteligencia y experiencia. Los famosos, aunque en ocasiones sueñen lo contrario, son seres humanos corrientes. Su capacidad para contribuir a la mejora de la sociedad no es necesariamente equiparable a la que han demostrado para abrirse camino hacia el dinero o la fama. Porque, ante todo, y como advirtió ya en los años sesenta Daniel J. Boorstin, “las celebridades son personas conocidas por ser bien conocidas (...) y se distinguen porque su nombre vale mucho más que sus servicios”. Los políticos responsables deberían ser conscientes de ello –además de argumentar bien y no ocultar los riesgos de sus decisiones–, y deberían defender sus propuestas prescindiendo del plus de popularidad que les dan los famosos. En primer lugar, por decoro, Y, en segundo, porque en ocasiones se bastan y sobran para dar el espectáculo, sin necesidad de recurrir a los profesionales del show business.