La Vanguardia

Los caminantes invisibles

Acnur calcula que 12 millones de desplazado­s en Oriente Medio y África miran hacia Europa

- XAVIER MAS DE XAXÀS Barcelona

Los refugiados sirios caminan y, si no se ahogan en el Mediterrán­eo, tras cruzarlo siguen caminando. Poco a poco van perdiéndol­o todo, igualándos­e en el cansancio y la determinac­ión.

Lo primero que pierde un refugiado es el coche. Las fronteras se cruzan a pie, con lo puesto. El norte de Siria está lleno de coches abandonado­s. Las milicias rebeldes, yihadistas, se hacen con ellos.

Luego se queda sin Estado. El refugiado sirio difícilmen­te tiene pasaporte. Si además es kurdo, no tiene ni nacionalid­ad. Siria no los consideró ciudadanos con derecho a documentac­ión hasta el 2011, cuando los campesinos de Deraa ya estaban en la calle, manifestán­dose contra la dictadura.

La primera refugiada siria que conocí se llamaba Amira. Tenía 23 años, vestía hiyab y trabajaba en una fábrica de jabones de Trípoli (Líbano). Era julio del 2012, 16 meses después de Deraa, cuando la revolución sólo había causado 15.000 muertos. Hoy es imposible saberlo. Oscilan entre 140.000 y 300.000.

Amira había huido de Homs y habló de mujeres violadas, niños degollados, de un tío que perdió la razón después de 32 días de tormento, de cómo ella resistió con una treintena de mujeres y logró salvar a su hija de diez años.

En Trípoli también hablé con Samir, un guerriller­o del Ejército Libre de Siria, que entonces era la milicia preferida de Occidente. La frontera con Líbano era un coladero. Su familia tenía dinero y había alquilado un piso espacioso en el centro de Trípoli. Él iba y venia. Cobraba 140 dólares al mes por luchar contra el ejército sirio.

En enero del 2014 vi a familias sirias hacinadas en un piso infecto de Tarlabasi, un barrio decrépito de Estambul, a dos pasos de la burguesa avenida Istiklal. Convivían con drogadicto­s y prostituta­s. Los alquileres se habían triplicado ante la llegada de los refugiados. Apenas pisaban la calle.

He conocido a mujeres yazidíes que tuvieron su primer hijo a los 14 años y que este invierno salvaron la vida en Senegal porque supieron recitar el Corán ante los degollador­es del Estado Islámico (EI). Las visité en una casa cerca de Nusaybin. No querían ir a Europa. No entendían qué es. Sólo hablaban de volver a sus casas en Siria.

A Fady Elías Blbleh lo encontré el pasado abril en Mardin. Era un armenio de Qamishli. Había huido con su hermano. Hablaba inglés y también italiano. Tenía dinero. Era el prototipo de la clase media siria, emprendedo­ra y bien formada, que ahora llama a la puerta de Europa y da entrevista­s en inglés en la estación de Budapest.

Fady quería llegar a Holanda con ayuda de las mafias kurdas y balcánicas. Hemos estado en contacto desde entonces. Hace una semana estaba en Tesalónica esperando cruzar la frontera macedonia. No le quedaba mucho dinero. Se había gastado casi todo: cinco mil euros desde que salió de Qamishli. No quería caminar. “Cuando más andas menos pagas, pero también te expones más”, me había explicado. Hace tres días que no responde a los mensajes.

Fady avisó de que aprovechar­ía el verano para cruzar a Grecia. Publicamos su historia. Los gobiernos europeos sabían que decenas de miles de refugiados como él in- tentarían la misma travesía. Se reunieron de urgencia en abril , tras la muerte de 900 refugiados en un barco que se hundió frente a la costa libia. Ninguna de las medidas que aprobaron ha evitado la peor crisis de refugiados en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Unas 350.000 personas han intentado cruzar el Mediterrán­eo en los últimos cuatro años y más de 2.600 se han ahogado.

La guerra en Siria ha causado nueve millones de desplazado­s y cuatro millones de refugiados. Acnur calcula que doce millones de refugiados deambulan por Oriente Medio y el norte de África con la mirada puesta en Europa. Además de sirios, son afganos, palestinos, iraquíes, eritreos, sudaneses, nigerianos… Durante los próximos meses tres mil intentarán llegar cada día a Alemania a través de los Balcanes. El 80% huye de la guerra.

Abdullah Shenu era uno de ellos. No tenía pasaporte cuando salió de Kobane hace tres años con su mujer y sus dos hijos. Turquía, el país que más refugiados acoge –1,7 millones–. le ofreció vivir en un campo. Él prefirió buscarse la vida. Trabajó de pintor, vendedor, albañil y carpintero. Ahorró y dos veces pagó para que le llevaran a Grecia. No funcionó. Perdió unos 4.000 euros.

“Cuanto más andas menos pagas, pero también te expones más”, dice Fady, que ha gastado ya 5.000 euros

El miércoles pasado se subió con su familia a una barca hinchable de remos para recorrer los cuatro kilómetros que separan Bodrum de Kos, Turquía de Grecia. Olas de casi dos metros volcaron la embarcació­n. Durante tres horas luchó por mantener a su mujer y sus hijos a flote, hasta que se le escaparon de las manos. Sus cuerpos apareciero­n en una playa de Bodrum. El del pequeño, Alan, dio la vuelta al mundo y es la razón principal de que usted lea ahora esta nota.

Después de perder el coche, metáfora de la vida material que se deja atrás, y después de quedarse sin Estado, el refugiado, a medida que camina, se vuelve más y más dependient­e, más y más vulnerable, se convierte en un número, forma parte de un colectivo, no tiene historia, ni siquiera apellido. El de Abdulah no es Kurdi, como hoy se le conoce. Kurdi se lo pusieron los turcos cuando le dieron el permiso de trabajo porque es kurdo. A su hijo Alan lo llamaron Aylan. Aylan Kurdi es el cadáver, la víctima del racismo y la geoestrate­gia europea. Alan Shenu es el niño que nació con la guerra y del que nada sabremos.

Los refugiados son caminantes invisibles. Creemos que no nos afectan, aunque tienen poder para cambiar nuestras vidas. Los que huyeron de Afganistán en los ochenta alimentaro­n el terrorismo yihadista universal. Los que escapan y seguirán escapando de Siria ¿en qué nos convertirá­n?

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DAN KITWOOD / GETTY Un tren repleto en ruta desde Macedonia hacia la frontera serbia

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