La Vanguardia

¿Y quién te echa de un cine?

- Joaquín Luna

Por un instante, llegué a temer que alguno de los cuatro espectador­es –dos parejas– alzase la voz y dijera: –¡Al cine se viene a ver la película! Naturalmen­te, al cine se va a ver una película que uno podría ver en casa pero sin la magia de la sala oscura, la pantalla gigante y esa atmósfera que envuelve y te hace perder de vista el mundo (y la compostura).

Una amiga antitaurin­a y yo habíamos comprado entradas para ver una película de culto. Un genio (Tati) deja una obra maestra, el progreso la remasteriz­a (o lo que sea) y cuatro cinéfilos –porque eran cuatro, nosotros aparte– se sumergen en la liturgia del séptimo arte; pero, en un momento dado, ella estaba dando la espalda a la pantalla, y yo empezaba a preocuparm­e por el chirrido y el sobrepeso de mi butaca, acaso la misma –los Verdi tienen poso entrañable, entre roñoso y vintage– que ocupaba de niño con un llonguet de sobrasada. –Nos van a echar... Eso dije. Claro que, ¿quién te echa hoy de un cine? Comprendí que era frase propia de un vejestorio que aún teme la aparición retrospect­iva de un aco-

Y encima el acomodador –el que en mi imaginació­n nos echaba– no se habría creído el “yo no he sido”

modador que, linterna en mano, hubiera vociferado: –¿No le da vergüenza? ¡A la calle! Y seguro que se hubiera dirigido a mí y no a ella, como si estas cosas sólo pudieran empezar, continuar y concluir por iniciativa y culpa del varón.

Había, pues, que salir airoso y proseguir lo empezado. Al fin y al cabo, fui yo quien eligió butacas de retaguardi­a en la sala 1 de los Verdi. Además, mi amiga está en esa edad salvaje que ciertas revistas femeninas jalean: “Diez lugares de Barcelona (o Santa Coloma de Farners) para hacer el amor sin ser vistos” y reportajes de este palo cuyos titulares dan pavor a los hombres –a los hombres como yo– porque exigen un sexo circense y, sobre todo, sin reparos. ¡Pobre de ti si eres de los que sueltan: “¿Y si mejor nos vamos al coche?”! Es la emoción, estúpido... (digo yo.) El miedo a ser considerad­o un pusilánime exige mucho, todo con tal de estar a la altura de la modernidad sexual femenina, tan desinhibid­a. Expliqué la sesión a dos amigos de confianza, dispuesto a recibir alguna muestra de admiración o un “¡cuenta, cuenta!” propio de copas entre gorilas.

–Yo también lo hice hace poco en un cine, pero estábamos solos.

Fue en un cine más moderno, más comercial, más multisalas él. Lo curioso es que el amigo tampoco lo explicó con fanfarrone­ría machista, tipo a ver quién la tiene más larga, sino con el discreto orgullo del deber cumplido: –Empezó ella... ¿qué iba a hacer? Lejos de subirnos a un árbol y emular a King Kong, nos sentimos víctimas –y beneficiar­ios– de los tiempos. –¿Y por qué crees que llevaba falda? Eso me soltaron cuando al evocar el episodio reivindiqu­é –al elegir fila– la iniciativa. Y lo peor es que el acomodador –el que en mi imaginació­n nos echaba– no se hubiera creído mi: “¡Yo no he sido!”

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