Dudas, dudas, dudas
Cuando faltan pocos días para que arranque la campaña, hay que exigir más claridad al debate catalán porque estas elecciones, guste o no, equívocas como son, serán excepcionales. Es necesaria claridad de partida y urge más honestidad por parte de todos. Hasta ahora, más que la exposición de ventajas e inconvenientes de la ruptura o la continuidad en España, ha dominado la agitación aglutinante en lugar de la reflexión crítica. Convendría ir más allá. Primero, aceptando la existencia del problema.
El problema de la organización territorial –un problema de distribución de poder y de respeto por las minorías nacionales que quiso articular el Estado de las autonomías– es viejo y sumamente complejo, pero la secesión, trazada en la última hoja de ruta firmada por Convergència y Esquerra, parece o una huida hacia delante o una truco de ilusionismo. Por eso se ha hecho tan necesario exponer con realismo los costes, las pérdidas y los beneficios que supone seguir como estamos (en la espiral provincianizadora, es así) o ejercer el acto de soberanía insurreccional que representa la declaración unilateral (que será traumática o no será). Los ciudadanos que dudan –levanto la mano–, si a lo largo de la campaña no se ha argumentado para clarificar, lo tendremos chungo para votar de manera confiada sobre todo porque venimos de una etapa muy confusa.
A lo largo de los últimos años los errores de unos y otros se han encadenado a la falta de responsabilidad para rectificarlos y esta dinámica, aparte del estrangulamiento financiero de la Generalitat y la parálisis de las últimas legislaturas autonómicas, nos ha llevado a la vía muerta actual. Las posiciones federalizantes han postulado la reformulación de la estructura territorial a través del pacto. Pero no nos engañemos. Desde comienzos del siglo XXI, en detalle y en conjunto, el fracaso de los creyentes en la tercera vía ha sido estrepitoso. Es cierto que hay quien quiere evitar la rotura con el parche de la concordia o el cebo de la conllevancia y se han hecho propuestas de reforma constitucional que permitirían salir del laberinto (10/XII/2014, Cultura/s). A la hora de la concreción, sin embargo, no se ha pasado del gatillazo. Ni el líder del PSOE puede ni quiere convencer a sus barones para que acepten un proyecto de asimetría maragalliana ni la minoría catalana en Madrid ha conseguido compromiso alguno por parte del Gobierno.
El Gobierno, de hecho, ha actuado como si el problema no existiera. Durante años no ha dado ni un solo argumento, ni uno, para que un catalán desorientado que du- da opte por la continuidad. Al contrario. En el privilegiado contexto en el que nos situamos –la Unión Europea–, reclamar el derecho de autodeterminación es un farol, sí, pero de aquí a responder a una reiterada voluntad masiva con el silencio administrativo, la Brigada Aranzadi o usando las cloacas del Estado va un largo trecho: la distancia que va de unos políticos mediocres a un liderazgo que, antes de que llegue la tormenta, entiende que hay que desplegar de veras la estructura de un país compuesto por regiones y nacionalidades según la Constitución. Nada hace pensar que los candidatos a las generales (con o sin coleta) acepten este reto. Mientras tanto, además, la intelectualidad jacobina lo seguirá despreciando con soberbia (Savater lo compara con ETA, González con los fascismos), repitiendo el sonsonete que los catalanes estamos poseídos por el nacionalismo. Sin el nacionalismo pujolista, es cierto, no se explica cómo el catalanismo se ha situado ante el abismo. Pero el nacionalismo, que es determinante, no es la clave de todo.
Existe una tensión de largo recorrido entre las culturas políticas dominantes en Catalunya y en España que Aznar recalentó mistificando la noción de patriotismo constitucional, inoculándola como una poción mágica contra el pluralismo. Y la lió. Luego el intento de alterar aquella dinámica conflictiva, desahuciar a Pujol de la Casa dels Canonges y resolver el pleito catalán para siempre –tres en uno– fue la propuesta de redacción de un nuevo Estatut. La imprevisión, concentrada en el eslogan de Zapatero, fue colosal. El resultado, nefasto. Aparte de hacer implosionar el Estado de las autonomías creó las condiciones para que, injertándose a la crisis económica mundial y la década perdida de la construcción europea, se nos colara el populismo, como pronto diagnosticó Xavier Casals. Populismo en la política española –empezando con la burda recogida de firmas del PP contra los catalanes, así se decía a pie de calle–. Populismo en la política catalana –situando el manipulador “derecho a decidir” en el centro del debate parlamentario–.
Y así estamos. Con el espacio de convergencia del consenso catalanista con el consenso transicional carbonizado. Sin que nadie arriesgue para renovar un marco de convivencia estabilizador. Huérfanos de modelos constitucionales viables. En manos de la generación de políticos más débil de la democracia. Sin alternativas claras. Con demasiadas dudas.