Manteros
Lo contrario a la libertad es la falta de regulación de la libertad. Hay una gran diferencia entre una sociedad de libertades acotada por leyes consensuadas, y una sociedad sin acotación. La primera es un proyecto de civilización. La segunda, es el sinónimo de la jungla. La irresponsable idea de que la libertad no tiene límites es un rutilante eslógan del Mayo del 68 –cuya revisión, por cierto, descubre tintes retrógrados–, pero es un pésimo lema para construir una sociedad justa.
A diferencia de la idea flower-power que cree que la libertad se fundamenta en el verbo permitir, lo cierto es que se construye al compás del verbo prohibir, porque es lo que no se puede hacer lo que garantiza el amplio territorio donde actuamos como seres libres. Para decirlo en bíblico, el “no matarás” o el “no robarás” de las tablas de la Ley es la base de la civilización moderna, y su contrario es el caos.
Todo lo dicho viene a cuento del discurso buenista que impera en los rincones alternativos, cuya actual capacidad de gestión ha elevado al cuadrado la preocupación que genera. El discurso en cuestión se basa en un doble principio tan populachero como harto naif. Por un lado, la idea de que todo lo que se enfrenta a las normas establecidas es bueno por definición, amparados en la aversión que sienten por la idea de autoridad. Desde esta concepción, fenómenos como el de los manteros son vistos como simpáticos yupiyaya porque son pobres, son del tercer mundo y se cargan las leyes del mercado. El pequeño matiz de los mafietas organizados que los movilizan parece que no tiene importancia. Sin embargo, enviar el mensaje que todo vale en la calle, que no importa pagar impuestos, ni cumplir leyes –leyes democráticas que hemos votado–, y que esa es la forma de resolver los problemas de personas desestructuradas, es letal para la convivencia y para la solidez de la democracia. Además, hace un daño severo a quienes, con mucho esfuerzo, cumplen con las leyes.
Y si los que están en el lado de la subversión resultan los simpáticos del cuento alternativo, los que llevan uniforme son los ogros. En este sentido, el daño que está haciendo el actual Consistorio barcelonés a la credibilidad de la guardia urbana, es enorme, además de crear un gran desconcierto en el cuerpo. Da la impresión que han vuelto los tiempos nefastos de los Sauras y compañía, cuando el desprestigio de los Mossos se gestaba en los despachos de la propia conselleria. Algo parecido está pasando estos días, con una guardia urbana en el córner de la sospecha y abandonada a su suerte. ¿Cómo se puede garantizar la seguridad de una ciudad, si la propia administración desacredita al cuerpo? ¿Y con qué moral van a recorrer las calles? Por sumar, cabe sumar la indiferencia de la oposición, especialmente la progre, que calla, otorga y está en permanente siesta. Todo junto, de momento, un desastre.
¿Cómo se garantiza la seguridad de una ciudad, si la propia administración desacredita a su policía?