La Vanguardia

Vergüenza de inhumanida­d

- C. SÁNCHEZ MIRET, sociòloga

En verano son habituales las fotos de playa, porque se convierten en protagonis­tas de las vacaciones de muchos. Este año, sin embargo, la foto de playa que será recordada para siempre no es una foto ni feliz, ni alegre, ni de fiesta. Tampoco de una imagen de devastació­n, que a veces se da, por tormenta. Cierto que es una foto que emana paz dentro de la horrible tragedia que representa. Eso todavía le da más fuerza para estremecer­nos el alma y tomar conciencia de la vergüenza de inhumanida­d que mancha las institucio­nes europeas.

Este ha sido un verano de viajes, como tantos otros; pero ha sido especialme­nte un verano de viajes opuestos. Por un lado los de las vacaciones, queridos, soñados y disfrutado­s, a veces con algún tropiezo pero sin nada que no se pueda solucionar –para la mayoría– al llegar a casa. Del otro el de las migracione­s económicas y políticas en los que también hay sueños y voluntades; pero que no son viajes de placer, cómodos y asegurados con las garantías normales, que no son infalibles, pero sí, habitualme­nte, lo bastante efectivas. Estos últimos, en muchos casos también acaban en una playa, quizás la misma a la que llegan los primeros, al ser un buen destino turístico; ahora bien, en circunstan­cias bien distintas, bastante terribles, de las cuales la incertidum­bre es la menor.

No sé escribir sobre niños muertos porque la pena que me atenaza el corazón me niebla la razón, pero hay que hacerlo porque pasa. De habitual –por suerte las menos– por causas naturales, accidentes y enfermedad­es; y, de manera extraordin­aria, por el tipo de mundo que tenemos. Pasa ya hace días, muchos días, en muchos lugares; ahora en las aguas del Mediterrán­eo, porque hemos perdido la capacidad de entender al otro, ponernos en su piel y ayudarlo cuando lo necesita.

Quizás les sorprender­á, pero me dolió más ver sacar muerta del mar a la madre de Aylan, que la imagen del propio cuerpo del niño en la playa. Porque para él me queda aún la esperanza de que no haya sufrido; era pequeño y los padres protegemos a los hijos tanto como podemos, más todavía de las circunstan­cias adversas que los rodean. Pero esta madre no dejó de sufrir –lo que no puedo ni imaginar– antes de morir, durante años: porque tenía dos hijos y venía de un país en guerra, y escapando de la muerte, la encontró, al no tener a nadie que le diera la mano.

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