La Vanguardia

Perpiñán, la catalana

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El martes me fui a Perpiñán. Desde que funciona el TGV que va de Barcelona a París voy más a menudo a Perpiñán. Suelo ir a ver partidos de rugby (soy un fan de l USAP) y a comprar algún que otro libro en la librería Torcatis (10, rue Mailly).

Empecé a ir a Perpiñán a finales de los sesenta. No formé parte de aquella parroquia que los fines de semana del franquismo subía a Perpiñán a comprar un camembert y un ejemplar de Ruedo Ibérico, a ver cine marxista y alguna que otra película porno y a fotografia­rse bajo la senyera del Castellet, con toda la parentela embelesada. Perpiñán era entonces –y sigue siéndolo– “la Catalana”, “pont cultural entre França i Espanya”, “ciutat-cruïlla de races i cultures”… Pero todo eso a mí me importaba un comino: yo iba a Perpiñán porque allí tenía una novia que me alegraba la vida en una vieja habitación del Hôtel de France, una habitación en la que, según me dijo la señora del hotel, solía pernoctar el aviador Antoine de Saint-Exupéry en sus visitas a la ciudad.

Aquel Perpiñán, donde iba entonces con el talgo de Ginebra, era una delicia, hasta el día en que mi novia me presentó a su madre, y la señora, al oír mi nombre, puso una cara de pocos amigos. ¿Por qué? Pues porque en la memoria de Perpiñán y sus habitantes existía entonces la figura de un tal François de Sagarra, “second président du Roussillon, gouverneur des comtés de Cerdagne et de Roussillon, sous le règne de Louis XIV”, el llamado “Scarpia catalan”, el gran traidor, al que las gentes de Perpiñán, como la madre de mi novia, identifica­ban con el mismísimo diablo. “Ets un Sagarràs!” “Ets de la pell d’en Sagarràs!”, se oía decir en la ciudad de mi novia a principios del pasado siglo.

Afortunada­mente, el apellido de Sagarra ya no escandaliz­a a ninguna señora decente de Perpiñán, y el tal François de Sagarra, según cuenta un historiado­r, sólo aparece “desséché et prêt à s’effriter comme une araignée écrassée entre les pages d’un poussiéreu­x in-octavo”. ¡Brrr! De todos modos, desde entonces y por si las moscas, cuando voy a Perpiñán suelo identifica­rme como Joan Devesa, el apellido de mi madre, hija de Olot.

Bueno, pues como les contaba, el martes me fui a Perpiñán. Iba a Torcatis a por unos libros y me encontré con el Visa pour l’Image, el festival internacio­nal de fotoperiod­ismo que se celebra en Perpiñán desde hace 27 años (del 29 de agosto hasta el 13 de septiembre). Sabía, claro está, de su exis- tencia, pero en mis cincuenta largos años de periodismo, de trabajar en los papeles, confieso que es un festival que jamás me atrajo. Para mí, los fotógrafos y los fotoperiod­istas, antes que grandes profesiona­les y artistas, eran y suelen ser gentes, amigos, con los que solía y suelo tomar una copa –Xavi Miserachs, Oriol Maspons, Cèsar Malet, Colita, Pilar Aymerich…– y hablar de todo un poco, salvo del trabajo y, a ser posible, de la política.

Pero esta vez caí en la tentación y fui a ver una exposición. Me quedaban un par de horas para que abriera la librería, y la exposición la tenía en la iglesia de los Dominicos, no lejos de mi hotel. La exposición era de un argentino, Andrés Kudacki, que se había pasado tres años en Madrid –del 2013 al 2015–fotografia­ndo las familias obligadas a abandonar sus hogares por no poder pagar el alquiler. Fotos terribles. Salí hecho una mierda. Necesitaba una copa, me metí en un bar, pero no servían alcohol, total, que me fui a ver la exposición de al lado, la de la fotoperiod­ista Diana Zeyneb Alhindawi sobre el proceso de Minova (República Democrátic­a del Congo), en el que 39 soldados de las fuerzas gubernamen­tales fueron acusados de crímenes y actos de violencia durante diez días terrorífic­os en aquella ciudad (en noviembre del 2012), diez días durante los cuales más de mil mujeres, hombres y niños fueron violados. Cuarenta y siete mujeres, víctimas, declararon ante el tribunal con los rostros cubiertos de negro. Sólo dos soldados fueron condenados.

Necesitaba más que nunca una copa, pero no había ningún bar a la vista, así que me tragué un par de exposicion­es más, sobre la epidemia de ébola en Liberia, Guinea y Sierra Leona y otra sobre el “turismo nuclear”, en la ciudad fantasma de Pripyat, no lejos de Chernóbil, donde vivían cerca de 50.000 personas antes de la catástrofe… Al final encontré un bar, me tomé un Jameson doble, fui a Torcatis, compré mis libros, me comí unos calamarcet­s en el Vauban, horribles, más duros que una piedra, y me fui al hotel a echar la siesta. Me desperté y puse la tele. France 3, noticias: Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años, ahogado en la playa turca de Ali Hoca Burnu, cuando intentaba llegar con sus padres y su hermano, también muerto, como la madre, a la isla griega de Kos. Salí del hotel cagando leches. ¡Una copa, por favor una copa!

Aterrizo por fin en el Caffè de la Poste, junto al Castellet. La terraza está llena. Pido un doble de Jameson. No tienen, me sirven un doble de Ballantine’s o algo que remotament­e se le parece (14 euros). En la terraza, los fotoperio-

El festival de fotoperiod­ismo presenta fotos terribles que te dejan hecho una mierda

distas con los brazos tatuados y la coleta del líder de Podemos se zampan unos bocatas enormes –y horribles– y se hacen fotos unos a otros mientras ríen y se abrazan. Empieza la noche del festival, la noche de olvidarse de su oficio, tan peligroso y tan poco agradecido. Yo me termino el whisky, o lo que sea, y mientras regreso al hotel pienso en el pequeño Aylan Kurdi, cuya foto será el próximo año, sin lugar a dudas, la estrella del 28 Visa pour l’Image de Perpiñán.

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ÀLEX RECOLONS / ACN Una visitante mira las fotos expuestas en el festival de fotoperiod­ismo de Perpiñán

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