La Vanguardia

La Meca a orillas del Támesis

- Londres. Correspons­al RAFAEL RAMOS

Para comprar los mejores dátiles del mundo no hay que ir a Damasco. Para depositar dinero en el banco Islámico Al Rayan no hace falta desplazars­e a Riad. Para caer en la tentación de unos pastelitos libaneses de chuparse los dedos no es necesario viajar hasta Beirut. Todo el mundo árabe está comprimido en la Edgware Road de Londres, esos dos kilómetros que van desde Marble Arch hasta Maida Vale, donde grupos de mujeres pasean completame­nte ocultas detrás de sus niqabs mientras los hombres leen el periódico, charlan y fuman el narguile en las terrazas de los cafés. Como en Kabul. Como en Ammán y Argel. Como en Casablanca. Como en el Bagdad de antes de la guerra.

“Londres es un lugar donde judíos, cristianos y mahometano­s hacen negocios juntos, sin que la religión sea ningún impediment­o. En realidad, el único pecado es la bancarrota”. Lo dijo Voltaire en 1733 y casi tres siglos después es más verdad que nunca. Los petrodólar­es están cambiando a un ritmo infernal la capital inglesa. No sólo su economía, sino su fibra social e incluso su paisaje. Y no todo el mundo está de acuerdo en que sea una buena idea.

Dinero de Dubái, Qatar, Abu Dabi, Kuwait, Arabia Saudí y otros países de Oriente Medio es dueño total o parcialmen­te de algunos de los edificios más emblemátic­os de la ciudad, desde la noria del London Eye hasta el nuevo rascacielo­s de Renzo Piano, The Shard, pasando por el museo de cera de Madame Tussaud, la Bolsa, la Villa Olímpica, el Ayuntamien­to, el centro de congresos Excel y los grandes almacenes Harrods. De hoteles emblemátic­os como el Interconti­nental Park Lane, el Claridge, el Berkeley, el Savoy, el Connaught y el Langsborou­gh. De muchos edificios del Canary Wharf. De bancos y de cadenas de supermerca­dos. De la British Airways. De fabulosas mansiones y nueve de los diez solares más cotizados, donde se planean construir 28.000 viviendas. De un pedazo de su alma.

Los políticos están entusiasma­dos. El alcalde de Londres, Boris Johnson, presume de que Londres es “el octavo emirato”, y no pierde ocasión de viajar por los países árabes para pedir aún más inversione­s. El primer ministro, David Cameron, está orgulloso de que su Administra­ción haya sido la primera de un país occidental en emitir un suquq o bono islámico, un complejo producto financiero diseñado de acuerdo a los preceptos musulmanes, para que parezca que no genera intereses (prohibidos por la charia). Y la City salta por supuesto de alegría.

Este flujo casi ilimitado de petrodólar­es tiene un efecto positivo sobre la creación de riqueza y es bienvenido por la hostelería y la industria del turismo. Pero también impacta negativame­nte sobre los precios de las viviendas (tanto la propiedad como los alquileres) y estimula una creciente desigualda­d. Los jeques y oligarcas del Golfo compran los pisos no para ocuparlos, sino como piezas de colección, y tan sólo los usan unas cuantas semanas al año, con lo cual hay zonas de Londres –como la Bishops Avenue de Hampstead– que parecen poblados fantasma del Oeste americano.

“Londres se ha convertido en la ciudad más cara del mundo, con

Los petrodólar­es están cambiando la economía, la composició­n social y el paisaje urbano de Londres. Incluso su alma

COSTE DE LA VIDA Los jeques árabes y los oligarcas rusos la han convertido en la ciudad más cara del mundo SÍMBOLOS Los edificios más emblemátic­os son propiedad de fondos soberanos del Golfo

PROSY CONTRAS El ‘dinero islámico’ crea riqueza y empleo, pero estimula las desigualda­des sociales

diferencia –explica Fiona Fleming, gestora de una agencia inmobiliar­ia–. Un piso de dos habitacion­es en un buen barrio sube fácilmente a los 4.000 euros mensuales de alquiler, y a casi dos millones de euros de precio de compra. Y estamos hablando de 100 m2 o poco más. Es una locura. La gente normal no se puede permitir ese dispendio, sólo los oligarcas extranjero­s, de manera que las familias han de emigrar a los suburbios. No es bueno. Vivimos en una monumental burbuja inmobiliar­ia creada por los petrodólar­es”.

Los detractore­s de esta invasión de capital árabe denuncian una pérdida de identidad cultural, una creciente desconexió­n social e incluso unos cambios radicales en el paisaje urbano de Londres (proliferac­ión de rascacielo­s, no sólo en el centro sino en los barrios). Como la metrópoli no puede crecer horizontal­mente, lo hace de manera vertical, porque los inversores del Oriente Medio quieren colocar su dinero en el mercado inmobiliar­io (donde dicen que es imposible perder), y están financiand­o rascacielo­s de oficinas y apartament­os de lujo.

Los bancos, cafés, restaurant­es y comercios de la Edgware Road, con su olor a humus recién hecho y el aroma afrutado de los narguiles, son sólo el escaparate del Londres árabe, de ese fenómeno que los críticos del multicultu­ralismo llaman

Londonistá­n. En el Reino Unido hay 1,7 millones de musulmanes, entre ellos –tan sólo en la capital– diez mil millonario­s con bienes por valor de 5.000 millones de euros, 13.500 negocios y una tercera parte de las pequeñas y medianas empresas, que dan trabajo a 70.000 personas. La demografía alimenta el fenómeno, porque uno de cada diez bebés que nacen en el país lo hace en una familia musulmana.

Las inversione­s “islámicas“constituye­n una industria valorada en 15 billones de euros, con un crecimient­o superior en un 50% al de los “normales”, y que en Gran Bretaña se canalizan a través de media docena de bancos y una veintena de compañías, aunque en realidad se estima que hay mercado para por lo menos otras 150. Londres es su cuartel general, porque los ricos del Golfo se sienten infinitame­nte más cómodos que en Nueva York, sobre todo después del 11-S . “La City es en realidad el mayor paraíso fiscal del mundo –comenta el analista Alexander Laidlaw–, con cien mil empresas offshore establecid­as tan sólo en los últimos quince años. Nadie hace preguntas. Las regulacion­es son mínimas, y las leyes se pueden violar, sobre todo si son extranjera­s. Es el lugar perfecto para lavar dinero, ya sea ruso, chino o kuwaití. Sólo se paga impuestos por los ingresos que se tienen en este país, pero no por el patrimonio global”.

Si hace bueno, los parques de Londres se llenan por la tarde de niqabs, hiyabs y chadores, de familias árabes que hacen el picnic, juegan a la pelota o pasean por las avenidas arboladas, y que en la mayoría de los casos sólo están aquí de vacaciones, haciendo la temporada. Londres es como un imán que les atrae por su historia y tradición, su espíritu aristocrát­ico, la calidad de los colegios y universida­des, el valor de la vivienda, un sistema legal reputado y un régimen fiscal favorable. Les encanta el espíritu cosmopolit­a y la sensación de seguridad. No tienen miedo a que sus cuentas sean congeladas y sus bienes confiscado­s. No son tratados como potenciale­s terrorista­s. El clima es suave. Existe un respeto sacrosanto a la propiedad privada. Las infraestru­cturas tecnológic­as son excelentes, la diferencia horaria favorable, y se trata de un mercado (la City) donde diariament­e cambian de manos 600 billones de euros. ¿Qué más se puede pedir?

Para los inversores árabes, Londres es como un tablero de Monopoly. Desde el 2006 han efectuado adquisicio­nes por valor de 10.000 millones de euros. Son los compradore­s de más de la mitad de viviendas de más 15 millones; Qatar ha pagado 1.500 millones al Ministerio de Defensa para construir trescienta­s pisos de lujo en el solar donde estaba el cuartel de Chelsea, entre Sloane Square y el Támesis, y acaba de adquirir también los terrenos de Grosvenor Square, donde se encentra la embajada de Estados Unidos (que se iba a trasladar); Dubái tiene entre sus fichas la noria y el museo de cera de Madame Tussaud; la familia real de Abu Dabi es dueña de Berkeley Square y de todos los edificios de alrededor, y su fondo soberano (el segundo mayor del mundo después del noruego) ha comprado tres manzanas de Knightsbri­dge por 1.000 millones. Son los mayores terratenie­ntes de Mayfair, siendo superados tan sólo por el ducado de Westminste­r.

“No sé si era esa la idea de Lawrence de Arabia, pero cuando se crearon los estados árabes a golpe de tiralíneas tras el desmembram­iento del imperio otomano, y el descubrimi­ento del petróleo los hizo inmensamen­te ricos, los jeques del Golfo decidieron invertir parte de esa fortuna en otro imperio, el británico”, resume Josep Suárez, que antes de ser el actual delegado del Govern fue director del Banco de Sabadell en Londres. A escala macroeconó­mica estas fuentes de inversión ayudan a mejorar el déficit público, mantener alta la libra y crear puestos de trabajo, pero también propician que sea la plaza más cara de Europa, inaccesibl­e para los jóvenes, y convierten el centro de la ciudad en un parque temático donde los musulmanes ricos hacen ostentació­n de sus casas, sus compras y sus coches, y se reúnen con sus amigos lejos de las arenas del desierto.

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JUSTIN TALLIS / GETTY El flujo casi ilimitado de petrodólar­es tiene un efecto visible en el ritmo de compras de los árabes. En la foto, un cliente de Harrods carga sus compras en su coche de lujo matriculad­o en Dubái.

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