Sentir el viento
Agnes Martin ha sido una silenciosa pintora de culto. Su pintura fue pionera en la definición de la abstracción lírica norteamericana, como también una intuitiva predecesora del minimalismo. Un modelo para la práctica artística contemporánea que ve en el pintor el aventurado caminante solitario en una tierra de nadie. Coincidiendo con la completa retrospectiva de la pintora en Tate Modern de Londres, Nancy Princenthal ha presentado su biografía acaso definitiva: Agnes Martin. Her life and art.
Agnes Martin escribió en 1989, intuyendo tal vez los inesperados ecos públicos de su lúcida ancianidad: “La belleza es el misterio de una vida dedicada al arte. No es el ojo, siempre alerta, sino el pensamiento el que formula las incógnitas de nuestra vida”. Una cuestión de sensibilidad. No es casual que fuera la despierta Susan Sontag en el momento pop, quién calificara las extrañas variaciones de Agnes Martin como calimas, puesto que remitían a la claridad y calidez del viento seco y transparente que barre la altiplanicie mexicana, el enigmático espacio de Taos donde la artista canadiense se refugió durante un largo y creativo exilio: telas en horizontal y colores suaves como Happy holiday. Nacida en Maklin, en 1912, Agnes emigró a Estados Unidos en 1932 para estudiar en Princeton y se graduó en Enseñanza Plástica. Artista activa, se sumergió en la abstracción en 1950, cuando la brigada activa del crítico Clement Greenberg empezaba a destacar como avanzadilla todoterreno en la escena artística norteamericana. Una artista exigente y puritana siempre que descubrió en la pintura la razón de ser de su vida, pero displicente y corrosiva con las maneras de la práctica artística en el sur de Manhattan, donde abrió taller. “Pinto con la espalda vuelta al mundo”. Su obra parece matizar la sugerencia.
Martin procedía, es cierto, de una ruda saga de cazadores de pieles en el Canadá profundo, lanzada sin pensarlo dos veces a las depresivas orillas lacustres del Hudson en la costa neoyorquina, en una vecindad de excepción que contaba con Ellworth Kelly y Jasper Johns entre sus cóm- plices. La abstracción cromática en mayor medida que gestual, de tempranos orígenes organicistas y una inconfesada fascinación surrealista. Untitled, 1955. En 1952 había escapado a la Universidad de Nuevo México y volvía en ocasiones a Columbia University, donde curiosamente descubrió el budismo zen. Un hallazgo.
La remota aldea de Taos le permitió poner a prueba la tradición europea del arte y pintar paisajes naturalistas que la condujeron a las formas puras, en un salto fulminante a través de la historia del arte moderno: del limpio cubismo inicial de Picasso y Bracque a cierta abstracción instintiva. Sólo con los cuarenta cumplidos, Agnes Martin consiguió un discreto reconocimiento con sus telas cuadradas, de estructura ortogonal y pálidos colores de pincelada neutra. A lo largo de su singular experiencia artística, la pintora jamás dudó de la vitalidad de las formas plásticas, que desafiaban el simplista realismo narrativo del momento. En Manhattan convivían el surrealismo de André Breton, Max Ernst, André Masson, Matta e Yves Tanguy, pero también la escueta abstracción lineal de Mondrian y el “conceptualismo mercurial” de Duchamp. Añadamos la punzante abstracción expresiva y gestual de Pollock, Rothko y Newman. Afinidades no siempre electivas en el imaginario artístico de Agnes Martin, que supo seleccionar modelos de acción entre los amigos más provocadores como John Cage. Y una irrefrenable ironía: “Compara- dos con los seguidores de Mondrian y Kandinsky en Nueva York, los artistas de Taos parecían desgarbados muñecos de la teosofía de Helena Blavatsky: cómicos y previsibles”.
La impresionante retrospectiva londinense nos ofrece una imagen especular de Agnes Martin. Las obras abstractas de cromatismo velado y estructura geométrica adelantan, a principios de los sesenta, una reflexión visual que recupera la sobriedad expresiva. Es significativo que Agnes se distanciara del minimalismo, siempre sobreteórico y aséptico, que eludía la dura pugna plástica e intelectual del arte que pretendía la pintora. Con la excepción quizás de los trabajos de Donal Judd, un confidente fiable. La pintura de Agnes Martin entró en escena con trabajados esbozos biomórficos. Sus dibujos tardíos de rigurosa sencillez nos desconciertan con su matizada monocromía: siempre pinturas cuadradas y uniformes en las que dominan colores de gama tenue en rayas leves rectificadas a mano. Balconies/ Galleries, 1962, es buen ejemplo. Al igual que las osadas abstracciones posteriores adquieren una resonancia abierta a través de una controlada cercanía con la pintura eterna de Malevich, Mondrian y Kandinsky, obras antifigurativas nacidas en los años mágicos del siglo XX. Esas líneas perfectas y severas “que parecen vibrar transfiguradas por la calima sofocante del pedregoso desierto mexicano”. Una de las grandes artistas del siglo XX.