Rosa Ferrer de Dios
ENFERMERA
Su testimonio como enfermera trae a nuestros días y pone de actualidad la cruda realidad de esa exclusión social que sufren algunas de las mujeres que practican la prostitución en la calle. Vidas rotas y problemas agudos de toxicomanía.
No sabía nada de ella ni la había visto jamás, y la conocía muy bien al mismo tiempo. Ese silogismo imposible tiene una síntesis que nace de la memoria y de los recuerdos de juventud, que muchas veces son los más vivos.
La historia de María, la prostituta politoxicómana asesinada en julio del 2014 en la Zona Franca de Barcelona, removió los recuerdos de Rosa Ferrer de Dios de cuando era una joven enfermera en los últimos años del franquismo. Conoció la historia de la infortunada prostituta callejera merced a un reportaje aparecido en La Vanguardia el pasado 4 de julio, bajo el título de La vida en ruinas de María. En él se hablaba de la cadena de desgracias que acarrea la calle si se la tiene como vivienda permanente. A Rosa le inundó el mensaje de tristeza, de abandono y de traición que la historia de María le enviaba. No le sorprendió que hubiera personajes en aquella trama que siendo cercanos a la víctima le hubieran hecho mucho daño o que hubiera otros que desinteresadamente la ayudaran, como se narraba en “Vicio del diablo en el prado rojo”, un reportaje aparecido un mes después, el 3 de agosto pasado, en este diario, en el que ampliaba el terrible relato.
Rosa no sabía nada de María y aun así sabía muy bien quién era. Había conocido a otras como ella 40 años antes. Hay constantes que fijan sentimientos como el de la soledad que no han mutado al ritmo en que lo ha hecho la Barcelona que contempló estos episodios con décadas de diferencia. Son historias eternas de una ciudad que insiste en saber quién es todavía hoy. Rosa envió una carta al diario, y el periodista le respondió. Luego se vieron y brotaron los recuerdos.
Rosa tenía 17 años cuando estaba en prácticas en el hospital de la Esperanza como candidata a cursar estudios de enfermería (todos los nombres de las instituciones eran obligatoriamente en castellano en aquella Barcelona de 1971). Entre sus tareas estaba la de asistir a una mujer cuyo nombre no recuerda. El cuerpo de aquella señora, de entre 50 y 60 años, estaba devastado por la sífilis, la gonorrea y la hepatitis. El sida todavía no había estallado en Europa. Fue la paciente la que desveló el origen de su martirio. “Miradme bien”, les decía a las jóvenes enfermeras. “Miradme bien y no hagáis nunca lo que yo he hecho”, insistía una y otra vez sin quejarse jamás de los terribles dolores que le causaba cambiarle la ropa o lavarla.
“Es mejor dedicarse a fregar suelos que a hacer de puta. Por eso os digo: miradme bien”, recita Rosa mientras desciende por el ascensor de los recuerdos.
La perdió de vista un tiempo. Un par de meses. Rosa empezó sus estudios en la Escuela de Enfermería Santa Madrona, que estaba en el número 2 de la calle Junqueras. Las prácticas de primer curso le llevaron de nuevo a la Esperanza. Allí estaba aquella mujer. “He estado con muchos y sigo sola, sólo me acompañan las enfermedades, me repetía. Se quejaba de soledad”, recuerda Rosa. Al volver de un fin de semana, a sus compañeras y a ella les dijeron que había muerto. La joven Rosa y otra de las enfermeras pidieron permiso para ir al funeral, que se hacía en la capilla del hospital. Acudieron ellas dos, una enfermera jefe, el sacerdote y un militar de alta graduación que llegó por sorpresa. “Apareció en un coche oficial negro. Probablemente, era un Dodge. Llevaba banderines. Tenía chófer y escolta que le acompañó hasta dentro de la capilla, aunque luego se fue”, recuerda Rosa con nitidez. Aquel misterioso militar no dijo ni una palabra. Sólo la enfermera titulada se atrevió a comentarles que quizá era la persona que de vez en cuando enviaba dinero para su cuidado. “Nunca supimos nada más. Aquella historia me impactó. Yo procedía de un colegio religioso, y por supuesto era la primera prostituta que conocía en mi vida. Para mí fue y será siempre toda una señora”.
Pasaron algunos años y Rosa completó sus estudios de enfermería. Ya como profesional, en 1975 se encontraba trabajando en el hospital del Mar. Una de las enfermas que atendía era Amparo. Una joven de 19 años que tenía triturado su organismo por las mismas enfermedades infecciosas que la señora que Rosa conoció cuatro años antes. En esta ocasión, la hepatitis había degenerado en una cirrosis incurable.
En el historial que estaba a disposición del personal en general, constaba que la chica era secretaria, que estaba estudiando comercio. Sólo los responsables médicos sabían que era prostituta, pero lo guardaban en secreto para no tener que andar contándolo a todo el personal subalterno.
Amparo entraba en el hospital cuando tenía graves recaídas y salía de allí cuando había cierta mejoría. Eso ocurrió varias veces. Pero hubo una última vez en que su estancia se alargó más de lo habitual. Aquello coincidió con una visita de médicos, residentes, enfermeras y estudiantes de medicina. Eran unas 30 personas dentro de la habituación que estudiaban a la paciente dentro del programa de docentes.
Súbitamente entró en la habitación una mujer con una indumentaria acentuadamente ordinaria y de modales toscos. Cumplía los cánones históricos, casi
“Al funeral vino un alto mando militar que no dijo ni una palabra y que jamás habíamos visto en el hospital” Una joven simuló ser secretaria, pero su madre llegó un día al hospital y proclamó que su hija “era puta”
dickensianos, del perfil de una prostituta callejera. Su voz retumbó en la habitación como si fuera la de un orco. “¿Cuándo vais a darle el alta? Mi hija si no trabaja no cobra. Seguro que os ha contado la historia de siempre... Que es secretaria. Pues es puta”. Amparo echó a llorar amargamente.
Cuando la sala quedó vacía, se desahogó con las enfermeras: “Mi madre me puso en la calle con 11 años y me exigía dinero diariamente. Si no, me mataba”. Son historias misteriosamente conectadas con el presente. María, la joven prostituta asesinada 40 años después en la Zona Franca, llegó a las calles con 15 años y una minusvalía psíquica del 50%.
Aquella tarde de 1975, Rosa se pasó el trayecto hasta su casa llorando por Amparo y la crueldad de su madre puta. Quizá el llanto formaba parte de los malos augurios que se cernieron sobre el futuro de aquella paciente del hospital del Mar. Esa misma noche, Amparo se escapó saltando por la ventana. Nadie supo cómo. Su cuerpo estaba tan agotado como su ánimo. “A la noche siguiente, nos enteramos de que la habían encontrado muerta”, recuerda Rosa emocionada. El cuerpo maltrecho de aquella joven apareció en la calle de las Tapias, un foco de prostitución en el entonces barrio chino barcelonés.