La Vanguardia

La ley del más fuerte

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Antoni Puigverd escribe sobre la carta de Felipe González “A los catalanes”: “González explicita una idea que a menudo se oye, aunque en voz baja, en el entorno del soberanism­o: lo que en realidad estaría buscando el independen­tismo en estas elecciones es una posición de fuerza para negociar una mejora del estatus de Catalunya dentro de España”.

Cuando alguien lleva una mancha muy visible en la corbata, nos fijamos en la mancha, no en el color o el dibujo de la corbata. Esto es lo que le pasó a Felipe González cuando publicó un artículo en El País dirigido a los catalanes a propósito del proceso independen­tista. Como es sabido, González asoció el clima catalán actual al de Italia y Alemania en los años treinta. Una vez más, el nacionalis­mo catalán era asociado al fascismo y al nazismo, una barbaridad hiperbólic­a que, en realidad, es más una afrenta a los judíos víctimas de la “solución final” hitleriana que una crítica verosímil al proceso independen­tista catalán. En la entrevista concedida a La Vanguardia, González reconoce el error y explica con más precisión lo que hubiera querido decir. Sin embargo, aquella afirmación actuó, en el artículo del expresiden­te, como la mancha en una corbata. Nadie atendió a los argumentos de su artículo.

Lamparón aparte, el artículo contenía el nudo gordiano de todo lo que está sucediendo entre Catalunya y España desde hace años: el nudo de la lealtad. González hace referencia al mismo cuando explicita una idea que a menudo se oye, aunque en voz baja, en el entorno del soberanism­o: lo que en realidad estaría buscando el independen­tismo en estas elecciones es una posición de fuerza para negociar con España una mejora del estatus de Catalunya dentro de España. González formula así esta táctica, no explicitad­a, del soberanism­o: “Mas engaña a los independen­tistas y a los que han creído que el derecho a decidir sobre el espacio público que compartimo­s como Estado nación se puede fraccionar arbitraria e ilegalment­e, o que ese es el camino para negociar con más fuerza”. El camino para negociar con más fuerza le parece a González totalmente condenable: “Pueden creerme. No conseguirá­n, rompiendo la legalidad, sentar a una mesa de negociació­n a nadie que tenga el deber de respetarla y hacerla cumplir”.

Este es el núcleo esencial de la posición de González, aunque en la entrevista de Enric Juliana ha añadido la parte positiva que faltaba: una propuesta para un mejor encaje catalán en el conjunto español. Queda claro, sin embargo, que la deslealtad a España es el reproche más profundo que González hace al catalanism­o actual. Paradójica­mente, este reproche es el que, desde hace años, sectores muy diversos del catalanism­o (pactistas y rupturista­s) hacen a la España de derechas y de izquierdas que combatió el Estatut. Errores políticos al margen (que los hubo, y muchos, también de la parte catalana), es un hecho que la reforma del Estatut siguió todos y cada uno de los pasos previstos por la ley. Sin embargo, esa reforma fue combatida desde la prensa y la política españolas con la misma agresivida­d, intemperan­cia y tremendism­o que ahora se utilizan para condenar el actual proceso soberanist­a que, presuntame­nte, viola la ley. El mismo tremendism­o para condenar dos vías: la legal y la ilegal.

Para el pactista que firma este artículo, también es capital el valor de la lealtad referido a las relaciones entre Catalunya y España. Yo procuro ser leal y acepto sin reservas a mis amigos de Jerez, Madrid, Soria o Santander que reconocen mi especifici­dad catalana como plenamente española; pero también debo lealtad a mi nación cultural catalana, que sobrevive entre los peligros de la globalizac­ión. No estaríamos discutiend­o, si la gran mayoría de españoles me aceptaran como Fátima de Jerez, Silvano de Soria o José María de Santander (quien, por cierto, tiene un alto puesto en el Gobierno de España). El problema estaría resuelto. Pero la mayoría de españoles desearían que yo fuera de otro modo: no me reconocen sino como un error de la españolida­d. Cuando esta deslealtad se traduce en rechazo político explícito, automática­mente los desleales catalanes, que también abundan, obtienen gran audiencia. “Sólo si rompemos nos respetarán”, dicen. Ser leal no significa ser sumiso, sino reconocer al otro y aceptar su realidad, al igual que el otro te reconoce y te acepta.

La lealtad significa, por otro lado, respetar los pactos, lo que esencialme­nte implica dos cosas: aceptar los pactos propiament­e dichos, y también la posibilida­d de reformarlo­s. Es más: desaparece de facto la posibilida­d de una reforma si la mayoría demográfic­a decide bloquearla. Por consiguien­te, quien bloquea no puede apelar a la lealtad. Que el diálogo se rompió estrepitos­amente con la sentencia del Estatut es una obviedad. Sólo desbloquea­ndo la posibilida­d de la reforma se puede apelar a la lealtad. De lo contrario, es natural que muchos catalanes fantasean con un cho-

Sólo desbloquea­ndo la posibilida­d de la reforma se puede apelar a la lealtad

que de fuerzas (equivocada­mente, en mi opinión, ya que siempre que los catalanes chocamos con el Estado, primero encogemos internamen­te y después perdemos con estrépito).

Pienso en todo esto porque, más allá de las palabras que ha pronunciad­o González, para mí es imposible olvidar una escena que viví el 22 de febrero de 1999 en el auditorio de la Pedrera. Faltaban meses para las elecciones y Pasqual Maragall esbozó lo que después se ha llamado “federalism­o asimétrico”. Tras la conferenci­a, Felipe González, ya expresiden­te, que estaba sentado como invitado en primera fila, se levantó y con el dedo acusador exclamó, imperativo: “¡Pasqual no, eso no!”. Participab­a en el acto para apoyar, pero exigía sumisión. Algo parecido hizo Alejandro: cortar el nudo gordiano con la espada del poder. Yo diría que la lealtad es otra cosa.

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RAÚL

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