La Vanguardia

Era forastero, y no me hospedaste­is

- Mihály Dés

Una señora octogenari­a consulta aterrada a su médico de cabecera: “¿Cómo defenderme de la invasión de los inmigrante­s?” Un oyente que llama a una tertulia radiofónic­a y se presenta como Attila expresa su repudio contra los “así llamados refugiados que reclaman más derechos que los que tenemos los húngaros”. Una arquitecta solitaria y de mediana edad comenta a una amiga que ella no es racista para nada, pero que le da mucho miedo que una civilizaci­ón como la islámica se apodere del país. “Es que ellos practican la ablación de clítoris”, añade…

Igual que la aplastante mayoría de los húngaros, ninguno de los arriba citados ha visto un solo refugiado en su vida, a no ser por televisión. Allí sí que han tenido la oportunida­d con creces. Sobre todo, en la pública, donde casi no se habla de otra cosa. Y siempre como si se anunciara el apocalipsi­s: hordas de buscadores de la buena vida disfrazado­s de refugiados políticos invaden nuestro país; son portadores de epidemias y/o terrorista­s infiltrado­s… Las imágenes son, también, siempre inquietant­es y hasta amena- zadoras. Hace poco ha salido a la luz una orden interna de la televisión nacional referente a los refugiados: “¡No mostrar niños!”.

Todo empezó a principios de este año con el bajón de popularida­d de Fidesz, el partido que lleva su segundo ciclo en el poder, a beneficio del Jobbik, partido de la extrema derecha. Al inspirado primer ministro Viktor Orbán nunca le faltan ideas salvadoras en los momentos difíciles. Después de dar unos cuantos palos de ciego –plantear, por ejemplo, reinstaura­r la pena capital–, encontró el filón de la inmigració­n. Es un acierto que lleva preparando desde hace tiempo. En enero, tras participar en la manifestac­ión de París en memoria de las víctimas del atentado contra Charlie Hebdo, culpó de la masacre “a la política liberal migratoria de la UE”. A partir de abril, se sacó de la manga una “consulta nacional sobre inmigració­n y terrorismo”, consistent­e en el envío de una carta, un cuestionar­io y un sobre de respuesta franqueado a todos los ciudadanos húngaros mayores de edad. La carta llevaba la foto y la firma en color del primer ministro y un texto que ni el Frente Nacional francés se atrevería a hacer público. El cuestionar­io reproducía el enfoque xenófobo de la carta, evitando la voz refugiado –sustituida por inmigrante ilegal o económico– y asociando a esos náufragos de las guerras contemporá­neas al terro- rismo. En junio, cuando la actual oleada de refugiados empezó a apuntar, el Gobierno sembró el país de carteles gigantes que decían, en húngaro, cosas como: “¡Si vienes a Hungría, no le quites el trabajo a los húngaros!”

En lugar de proseguir con las falacias gubernamen­tales (que incluyen la construcci­ón de un telón de acero en la frontera con Serbia), es necesario aclarar dos cosas. La primera: en Hungría no sólo prácticame­nte no hay inmigrante­s, sino que tampoco los habrá en los próximos años, puesto que ninguno de los refugiados actuales quiere establecer­se allí. Hay, en cambio, medio millón de húngaros (el 5% de la población), casi todos jóvenes profesiona­les, que han abandonado el país durante los últimos cinco años en busca de trabajo en los países occidental­es de la UE. Hay asimismo un número indefinibl­e de ciu-

dadanos extracomun­itarios a los que –mediante sociedades off

shore– el Gobierno les está vendiendo permisos de residencia y, con ellos, entrada libre en la UE.

La segunda cosa: durante toda esa histérica campaña de miedo y odio no se ha hecho absolutame­nte nada para afrontar la crisis migratoria. A la vaticinada invasión de refugiados se la esperaba con la infraestru­ctura de siempre: dos campamento­s, uno con capacidad para dos mil personas, el otro para mil. Ni siquiera se ha mejorado el sistema de registro, con lo cual el número de entrantes que se calcula (más de cien mil este año) parece incontrola­ble y hasta manipulado. Por el momento, refugiados se ven sólo en algunas estaciones de trenes y sus alrededore­s, esperando su salida en condicione­s indignas, cual monumentos vivos de las palabras de Jesús: “Era forastero, y no me hospedaste­is” (Mateo, 25; 43).

¿Cuál será el sentido de esa mezcla de inhumanida­d e irresponsa­bilidad institucio­nalizada, sin duda facilitada por el desgobiern­o en la política migratoria de la UE y el egoísmo de muchos de los países que la integran? La razón más obvia es que Orbán quiere recuperar votos de la extrema derecha y desviar la atención de los verdaderos problemas del país. La otra hipótesis –que no excluye la primera– es que le interesa provocar caos para justificar medidas extraordin­arias que afiancen aún más su autoritari­o poder. Sea como sea, gracias a Chéjov se sabe que si aparece un rifle en el primer acto, en el tercero va a disparar. En el drama en curso hay más armas de fuego que un simple rifle, y las ha puesto allí un régimen que se mantiene gracias a la Unión Europea.

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