La Vanguardia

Amistades peligrosas

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La evolución más sorprenden­te –y trascenden­te– de la política exterior del presidente Obama, el paulatino distanciam­iento de Arabia Saudí y la aproximaci­ón al Irán de los ayatolás amenaza con incrementa­r aún más la inestabili­dad de Oriente Medio… y con él, del mundo entero.

En realidad, lo más sorprenden­te de la pirueta presidenci­al no es tanto el debilitami­ento de la alianza con los saudíes como la aproximaci­ón a Teherán. Aunque, quizá, la aproximaci­ón sea mayormente fruto del enfriamien­to de la amistad árabo-americana.

En el mundo islámico los dos grandes polos económicos e ideológico­s son precisamen­te Riad y Teherán, que a lo largo de la historia no sólo se han disputado la hegemonía en el islam sino que han adoptado posturas teológicas antagónica­s. Ambos países apostaron tras la Segunda Guerra Mundial por la amistad con EE.UU., pero el derrocamie­nto del sha Pahlevi por los ayatolás encerraba un odio visceral de los nuevos mandatario­s iraníes contra Washington, gran valedor de los Pahlevi. Y el odio, engendrado por los rencores personales del ayatolá Jomeini, sigue oficialmen­te en pie hasta el día de hoy, cuando Teherán y el mundo industrial firmarán un acuerdo de convivenci­a nuclear.

Irán lo firma a contrapelo, porque el impacto de las sanciones occidental­es ha sido tan fuerte en la calidad de vida iraní que la estabilida­d del régimen teocrático corre peligro. Y Estados Unidos lo firma con más esperanza que fe porque la coyuntura política de Oriente Medio le obliga a buscar en Teherán los apoyos que está perdiendo en Riad mucho más deprisa de lo esperado y deseado por Washington.

Pero esperado, lo era. Y lo era sobre todo después de la guerra occidental contra los talibanes afganos. Washington supo siempre que la alianza con los Saud tenía los pies de barro. Y es que las tribus beduinas de la península Arábica fueron ingobernab­les en to-

La situación en Oriente Medio obliga a Washington a buscar en Teherán los apoyos que está perdiendo en Riad

dos los tiempos. O lo fueron hasta que Ibn Saud aprovechó las aguas revueltas de las dos guerras mundiales para cerrar una doble –y doblemente provechosa– alianza con Alá y los infieles.

Primero se apoyó en la ayuda militar y económica británicas para doblegar a las tribus rivales y potenciar sus ingresos petroleros. Después de la II Guerra Mundial, cambió la alianza con Londres por la estadounid­ense, la nueva superpoten­cia mundial.

La alianza con los infieles (infieles desde el punto de vista musulmán) era importantí­sima, pero no suficiente para contener a los rivales nacionales. Así que el otro pacto saudí fue con los más radicales de los fieles, la secta de los wahabíes. Y esto le brindó la paz interior árabe hasta que la guerra afgana contra la URSS desencaden­ó entre los zelotes islamistas pasiones de guerra santa y conviccion­es de que con el Corán y un misil Stinger en la mano se podría acabar con cualquier potencia militar y cultural del mundo de los infieles, incluso Estados Unidos, aliado oficial de los saudíes.

Esta evolución obligó en un inicio a los Saud a irse distancian­do de Washington en aras de la paz doméstica, y en las postrimerí­as –ahora–, a hacerlo en aras de su protagonis­mo y ambiciones en el mundo islámico.

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