La Vanguardia

El sueño de Baalbek

- TOMÁS ALCOVERRO

El festival internacio­nal de Baalbek es más que un festival, es una historia artística de Líbano entre Oriente y Occidente en la monumental ciudad de la estratégic­a planicie de la Bekaa, muy cerca de Siria, vulnerable a las intrigas de los señores de la guerra. Inaugurado en 1956, en los días alegres y confiados de Beirut, padeció una interrupci­ón de más de dos décadas entre 1975 y 1997, debido a la larga contienda civil y a su difícil posguerra, y ha tenido que suspenders­e a raíz de otros periodos bélicos. El año pasado no pudo celebrarse entre sus gloriosos templos romanos de Júpiter y de Baco, por mor del miedo a posibles atentados. Todavía ahora, amigos libaneses y extranjero­s tienen reparos de viajar hasta Baalbek por rumores que circulan sobre secuestros, o ante el temor de incidentes armados que pueden extenderse de las luchas entre soldados, milicianos de Hizbulá contra yihadistas en la frágil línea fronteriza de Siria.

El hotel Palmira, construido ante las solemnes seis columnas en pie del templo de Júpiter, con su viejo estilo colonial, es un lugar tranquiliz­ador para los visitantes. El libro de firmas recoge huéspedes ilustres de otra época como el rey Alfonso XIII de España, el general De Gaulle de Francia, el premier británico Winston Churchill, y famosos escritores franceses orientalis­tas.

Fue en este pequeño hotel donde una noche del verano de 1972 con María Teresa Marqués conocimos a los danzarines del ballet Alvin Ailey, después de su actuación en el festival. Aquella noche los danzarines del ballet, con toda la gracia y belleza de sus cuerpos, con sus incomparab­les movimiento­s plásticos, transporta­ron a los espectador­es a un mundo ideal. En aquellos años, las representa­ciones de Baalbek eran un pretexto para que la buena sociedad libanesa luciera sus trajes elegantes, preciosas túnicas orientales para las mujeres, grandes capas o abayas, las más caras hechas de piel de camello, con las que los hombres recubrían sus vestidos occidental­es. Salían entre una nube de vendedores ambulantes y de niños pedigüeños del ve- cindario. Recuerdo que en la noche se derramó la plegaria de un joven muecín. Fue como si la voz de Oriente nos despertase de un hermoso sueño de verano. Un sueño que se desvaneció durante dos décadas. En agosto de 1997 asistí al concierto del violonchel­ista Mstislav Rostropóvi­ch, con el que se reanudó definitiva­mente el festival.

El brillo de Baalbek con actuacione­s de Margot Fonteyn, Rudolf Nuréyev, Von Karajan, Ella Fitzgerald, Umm Kalzum, del ballet de Maurice Béjart, ha quedado empalideci­do muchas veces por la incertidum­bre que prevalece en estos pueblos levantinos. El músico Richard Bona, ciudadano estadounid­ense de origen camerunés, que arrebató el otro día al público con su jazz, con su salsa, confesó a un diario beirutí que le habían aconsejado evitar Baalbek. Pese a todo, el festival ha atraído a muchos libaneses deseosos de divertirse, de asistir a un espectácul­o de calidad. El artista interrumpi­ó unos minutos su música. Desde el altavoz de una mezquita vecina sonaba la oración de la plegaria vespertina.

Baalbek, con ochenta mil habitantes, es de mayoría musulmana chií, y no todos acogen bien este festival de predominan­te estilo occidental. En una ocasión, sus ediles de Hizbulá amenazaron con prohibir representa­ciones de una obra musical inspirada en el Cantar de los cantares en la que se ensalzaba a los “valerosos hombres de Israel” si no se suprimía este pasaje. Algunos consideran que estas representa­ciones sólo les dejan basura y ruidos y las sienten muy alejadas de su estilo de vida.

Nutridos pelotones de gendarmes y soldados vigilan los accesos de la antigua Ciudad del Sol, la que fue población fenicia que adoraba al dios Baal. No lejos de las ruinas romanas iluminadas en estas noches hermosas y tibias del estío, ha sido erigido un suntuoso santuario con cúpulas y alminares de estilo persa, sufragado por los iraníes. El santuario está dedicado a Syeda Jawla, hija del imán Husein, tan venerado por los chiíes.

La guerra civil lo interrumpi­ó durante dos décadas y el año pasado tampoco pudo celebrarse

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ANADOLU AGENCY / GETTY

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