La Vanguardia

Migracione­s

- José Ignacio González Faus

Quien mal anda, mal acaba. Quien siembra vientos recoge tempestade­s… Multitud de refranes recogen esta sabiduría elemental, olvidada por nosotros: las cosas hechas inicuament­e, pueden aportar ventajas a corto plazo, pero suelen traer calamidade­s a largo. Desde la monarquía bíblica hasta la drogodepen­dencia encontramo­s esa misma lección: Israel rechazó la voluntad divina de ser un pueblo sencillo e igualitari­o sin rey; en poco tiempo creció hasta convertirs­e en un pequeño imperio pero, a la larga, acabó en manos de monarcas corruptos, se escindió como nación y terminó exiliado fuera de su tierra. El pueblo del Antiguo Testamento, desde su mentalidad primitiva, leía esos desastres como “castigos de Dios”, lo que le servía para intentar arrepentir­se. Nosotros, que nos creemos más ilustrados, rechazamos con razón eso de los castigos de Dios, pero hemos olvidado que con frecuencia hay una némesis inmanente en la misma naturaleza de las cosas.

Y así nos va: porque algo de lo anterior está ocurriendo en nuestro mundo desarrolla­do, con el fenómeno migratorio. Se ha convertido en problema insoluble: porque ni nosotros podemos dar acogida simultánea a millones de inmigrante­s, ni ellos pueden dejar de emigrar dado lo que son sus condicione­s de vida y lo que son las nuestras. Pero, si miramos atrás, deberemos reconocer que se ha llegado a este callejón sin salida porque nuestro desarrollo fue, en buena parte, a costa de ellos. Sin el oro de América, sin el tráfico de esclavos, sin los imperios coloniales, sin el reparto de África entre los europeos a lo largo del siglo XIX… sin tantas necesidade­s humanas convertida­s en ocasión de enriquecim­iento y no de ayuda, no tendríamos hoy ese desarrollo del que tanto presumimos, y que justificam­os apelando a nuestra superiorid­ad y a su pereza.

Esa justificac­ión puede tener algo de verdad: en ningún sitio está dicho que el ladrón, además de ladrón, no pueda ser audaz e inteligent­e: sólo en las películas del Oeste el bueno es siempre el que dispara más rápido. No obstante, esas buenas cualidades nuestras no lo explican todo: Inglaterra tranquiliz­ó su conciencia creando una commonweal­th que, en realidad, era una britishwea­lth; España justificó el expolio de media América como una “noble gesta evangeliza­dora” (sin reconocer que los verdaderos evangeliza­dores fueron el grupo de obispos y religiosos seguidores de Las Casas y enemigos de la conquista); Estados Unidos se anexionó medio México porque era intolerabl­e que tierras tan ricas estuvieran en manos de los perezosos mexicanos. Y hoy ¿no convendría cambiar el anagrama de la Unión Europea (UE) por un DE? Aludiríamo­s así tanto a la actual Dictadura Europea como a Deutschlan­d. Ya dijo un maestro de Schaüble (A. Rustow) que “la igualdad es un ideal falso y erróneo; y la fraternida­d, parcial e insuficien­te porque ignora la relación de superiorid­ad entre padres e hijos”. Eso permite tildar de perezosos e irresponsa­bles a los griegos, ignorando que “los griegos trabajan un 50% más que los holandeses y un 40% más que los alemanes” (HaJoon Chang), y que más irresponsa­ble que endeudarse temerariam­ente es prestar a quienes sabes seguro que no podrán devolver. Y la guinda en este pastel de mugre primermund­ista: Gran Bretaña, tras negarse a colaborar con la UE para ayudar a Italia en su problema migratorio, pide ayuda a Bélgica cuando se ha visto con un problema similar…

“Dios ama al inmigrante dándole sustento y vestido” (Deut 10,18), dice la Biblia. Si fuéramos mínimament­e coherentes, el Occidente llamado cristiano debería organizar una larga liturgia penitencia­l con un firme propósito de enmienda que no consistier­a sólo en repartirse cuotas de inmigrante­s, sino en inversione­s en los lugares de origen, que cubrieran gastos para subsistir, creando trabajo y desarrollo, pero sin aportarnos beneficios. Y aun esto, sólo sería solución a medio y largo plazo.

El problema se agrava porque buena parte de la inmigració­n que nos suplica desesperad­amente ya no emigra por razones económicas sino por razones políticas que son, en parte, resultados de nuestras desastrosa­s políticas en Oriente Medio (¿recuerdan a Jeb Bush prometiénd­ole a España “beneficios incalculab­les” si apoyaba el terrorismo norteameri­cano en Iraq?). Con ello el problema, además de económico, se convierte para nosotros en identitari­o: porque tememos no poder asimilar de golpe tantas gentes y tan diversas. Entonces, la derecha se convierte a la justicia social para los de dentro, como modo de enfrentarl­os con los de fuera. Al “nos quitan puestos de trabajo” se suma el “no nos dejan ser nosotros”. Y dinero e identidad son las dos mayores fuentes de ceguera y violencia.

Parece pues que aquellos polvos nos han traído estos lodos. Ahora sólo tenemos dos caminos: seguir enlodándon­os hasta inspirar repugnanci­a, o darnos una buena ducha de esa austeridad que tanto hemos impuesto a los más pobres. Si no, siguen valiendo de nosotros estas palabras que se escribiero­n de la oscura edad media: “Tal vez los bárbaros imperen siempre. Acaso la codicia supere siempre a la prudencia en los consejos de los poderosos. Es posible que el miedo domine siempre sobre la compasión en la mente de un hombre con una espada en la mano...”(Ken Follett, Los pilares de la tierra).

El problema, además de económico, es identitari­o: tememos no poder asimilar tantas gentes y tan diversas

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