Unidad moral de Europa
Nos golpean las imágenes del éxodo que huye de la guerra en Siria, del niño kurdo ahogado en una playa turca, de las alambradas en Hungría, los incendios provocados por el viejo odio xenófobo contra los albergues de acogida en Alemania. Y lloramos por estos peregrinos de la desesperación cuando deberíamos llorar también por esta Europa que ha desaprendido ser un espacio de humanismo. ¿Donde está aquella Europa que quería ser, mucho más que un mercado común, un espacio de libre circulación de ideas, mercancías y personas?
Hace cien años Europa vivía en plena guerra continental. Fue la primera gran guerra del industrialismo aplicado a la destrucción masiva del contrario. El mito de la razón que tanto animó a los espíritus ilustrados entró en crisis tal vez definitivamente. Sobre las cenizas de aquel mito prometeico se levantaron los variados constructos artísticos de las vanguardias históricas. Y aquella Primera Guerra Mundial fue también, y sobre todo, una guerra civil entre europeos.
Pero no todo el mundo se dejó arrastrar por el clima bélico. No todo el mundo lo vivió con la pasión francófila de un Apollinaire o con la frialdad germánica de un Jünger. Además de los miles de combatientes a uno u otro lado de las trincheras también hubo quien en virtud de un imperativo moral practicó y predicó un neutralismo pacificador de las conciencias que tenía mucho más
La Unión Europea, hoy en manos del reglamentismo, nos ha dejado huérfanos de aquella solidaridad transversal
que ver con el compromiso de los héroes que con la denostada equidistancia de los tibios.
Se autodenominaron “los amigos de la unidad moral de Europa”, una especie de fraternidad que a lo mejor quería evocar a aquella comunidad de humanistas del Renacimiento que se escribían entre ellos en latín, en tiempo de Erasmo. Coordinó aquella gran aventura intelectual Romain Rolland, que seguramente también por ello fue distinguido con el premio Nobel de Literatura de ahora hace cien años, en 1915.
Pero el manifiesto fundacional lo redactó y fechó en Barcelona, el 27 de noviembre de 1914, quien firmaba como Xènius, principal impulsor de un comité de intelectuales ideológicamente tan diversos como Gaziel, Jordi Rubió, Rafael Campalans o Andreu Nin: “Tan lejano al internacionalismo amorfo como a cualquier estrecho localismo, se constituye en Barcelona un grupo de hombres de profesión espiritual para afirmar su creencia irreductible en la unidad moral de Europa”, se subraya.
La Unión Europea hoy casi exclusivamente en manos del reglamentismo y de los mercados financieros nos ha dejado huérfanos de aquella solidaridad transversal sin la cual no se puede construir ninguna forma de realidad convivencial perdurable. Nos convendría reformular de nuevo el viejo sueño de la Unidad Moral Europa. Pero ¿qué Europa capaz de ilusionar a su propia ciudadanía, y de seguir siendo un referente mundial de los derechos humanos, se puede edificar sobre un elevado déficit democrático o sobre un pragmatismo meramente economicista, totalmente desprovisto de ideales?