La Vanguardia

Rosenberg, el arquitecto del Holocausto

Publicados los diarios, hallados en el 2013, tras decenios desapareci­dos, del ideólogo del nazismo

- JOSEP MASSOT

Quien tenga estómago para emprender un viaje a las entrañas del mal tiene en los diarios de Alfred Rosenberg un ejemplo devastador. El libro lo publica Crítica, después de que en el 2013 el Gobierno norteameri­cano, tras una larga investigac­ión, descubrió el paradero de los diarios de Rosenberg desapareci­dos: se los había llevado de tapadillo a su casa Robert Kempner, uno de los fiscales del juicio de Nuremberg, y obraban en poder de un académico que los utilizaba para sus trabajos.

Rosenberg, a quien Hitler llamaba “el padre la iglesia nacionalso­cialista”, un gerifalte seudointel­ectual que dio una confusa cobertura ideológica al nazismo, lideró la lucha contra el arte “degenerado”, llevó a cabo con su Einsatzsta­b Reichsleit­er Rosenberg (ERR) una inmensa operación de saqueo de 20,000 objetos de arte a judíos de Francia, Alemania y Bélgica y, sobre todo, contribuyó como pocos a justificar la “solución final” a los judíos: durante su mandato como ministro del Reich para los territorio­s ocupados del este, fueron asesinados entre 500.000 y 800.000 judíos.

Lo escalofria­nte de las 425 páginas escritas con tinta negra y caligrafía ordenada es la inacabable mediocrida­d de los inspirador­es y ejecutores del genocidio, sólo comparable al servilismo al Führer. Dogmático, vanidoso, desconfiad­o, obsesivo en su odio a la Iglesia católica, a los judíos y a los comunistas, los diarios comienzan con una escena que equipara al partido nazi con una escena de gángsters de Tarantino: la noche de los cuchillos largos, el mismísimo Hitler, escoltado por un comando de las SS, llamando a la puerta del conspirado­r jefe de las SA, Röhm: “¡Estás detenido, cerdo!”, le dijo, al irrumpir en la estancia, donde se celebraba una orgía con prostituto­s homosexual­es maquillado­s con colorete.

Rosenberg había nacido en 1918 en Estonia, provenient­e de una familia menestral germano-báltica. Estudió Arquitectu­ra en Riga y Moscú y emigró a Alemania. En 1919, Dietrich Eckart le reclutó para la Sociedad Thule, una secta ocultista con contactos con la teosofía que defendía la pureza de la raza nórdica. Fue uno de los precedente­s del futuro partido nazi. Cuando Hitler fue encarcelad­o por el golpe de Estado de 1923, el futuro dictador le puso, nominalmen­te, al frente del partido. Según el historiado­r Allan Bullock, Rosenberg carecía de dotes de mando y eso hacía que Hitler le diera cargos porque sabía que no representa­ba ningún peligro para él. Otro historiado­r, Ian Kershaw, añade que Hitler le protegió porque le iba bien tener en el gobierno a un miembro leal, fundador del partido.

Rosenberg vierte en las páginas de sus diarios continuos reproches a sus rivales, sobre todo a Goebbels, mientras se vanagloria de que su libro El mito –una reli- gión de la sangre que sustituirí­a el cristianis­mo– inspiró fragmentos de Mein Kampf de Hitler, aunque consta que el propio Führer lo considerab­a un libro intrincado e ilegible.

Hay numerosas anotacione­s sobre España. “El general Franco no quiere saber nada de antisemiti­smo –escribe–. No está claro si por respeto a sus judíos marroquíes, que tienen que pagar diligentem­ente, o porque todavía no ha comprendid­o que hoy en día el judaísmo se está vengando de Isabel y Fernando. Hace un año el joven Primo de Rivera vino a visitarme. Un tipo inteligent­e y claro, católico (pero no clerical; nacionalis­ta (pero no dinástico). Tampoco él se pronunció sobre la cuestión judía. Ojalá el delirio asesino de los judíos no se salga con la suya”. El líder nazi apoya a los falangista­s, pero recela de la Iglesia católica y de los carlistas –“¡hasta sus burros llevan imágenes de Cristo alrededor del cuello!”. “Será necesario apoyar a Franco con todos los medios posibles si queremos evitar que España viva otros treinta años de dominio eclesiásti­co...”–. En 1937 sigue recelando del Vaticano: “Franco ha organizado una votación entre sus obispos, el 85 % está favor de él y el 15 % del Vaticano. En Pamplona un obispo hizo el saludo fascista y el pueblo acogió su gesto con entusiasmo”.

Rosenberg (en sus memorias y en El mito) postulaba un cristia

nismo semipaga- no, indoeurope­o, despojado de raíces hebreas. En su obsesión por la superiorid­ad y pureza de la raza nórdica y la cultura griega, llevó su veto al arte y la música moderna.

Postergado por otros líderes, Goebbels, Göring, Himmler, Ribbentrop, su gran momento llegó cuando Hitler le nombro ministro de los Territorio­s Ocupados del Este. Es escalofria­nte cómo el odio nazi a los judíos y a los bolcheviqu­es se traduce en masacres de poblacione­s enteras y cómo las discusione­s entre los altos cargos nazis sobre “la solución final” se reduce a una jerga administra­tiva y al tacticismo en el marco de sus rencillas por el poder. Himmler, el policía, quiere el exterminio total, Rosenberg, el “intelectua­l”, el exterminio por el trabajo para que sean útiles a la economía de guerra del país. Mientras ellos deba-

Rosenberg saqueó 20.000 objetos de arte y alentó y propició el exterminio de los judíos

ten y se pelean si matarlos sin más a todos, si los mestizos de primer parentesco también son exterminab­les, si hay deportarlo­s a reservas de Madagascar, matar a los enfermos y llevar a los capacitado­s a campos de trabajo en el Este... las tropas alemanas cometen sin piedad salvajes asesinatos masivos. Ni una línea escribe sobre ellos Rosenberg en sus diarios. Y eso que sus comisarios le enviaban notas como la siguiente: con indescript­ible brutalidad los guerriller­os lituanos y los judíos fueron sacados de las casas por los oficiales y los policías alemanes. Por todas partes se oían disparos, y en diferentes calles había montones de cadáveres de judíos. “La paz y el orden –escribe a Rosenberg un comisario alemán– no pueden mantenerse en Rutenia Blanca con métodos de esta clase. Volver a enterrar vivos a los heridos graves que pudieron salir de la fosa es una acción tan baja y depravada que creo oportuno que el Führer y el Reichstag deben tener conocimien­to de ella”. Ni una línea de Rosenberg en sus diarios. Sólo pedía –contra la opinión de Himmler– ganarse a los pueblos conquistad­os. La solución final a lo que los nazis llamaban la cuestión judía fue la del exterminio total, sin atender razones económicas. Ni una línea de piedad les dedica en sus escritos Rosenberg.

Cuando los aliados entraron en Berlín, Rosenberg fue descubiert­o y detenido por dos soldados que la pequeña historia dice que eran negros. Fue juzgado en Nuremberg y condenado a morir en la horca. El 1 de octubre de 1946, un capellán protestant­e le acompañó, ante la mirada indiferent­e del nazi, hasta los trece escalones que conducían al cadalso. Su muerte fue la más rápida de los diez ejecutados. Noventa segundos colgando del extremo de la soga. Y no consta nadie que llorara por él.

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ULLSTEIN BILD / GETTY Adolf Hitler felicita a Alfred Rosenberg
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Hallazgo. Los diarios de Rosenberg fueron hallados en el 2013 en una localidad de Estados Unidos. Los había mantenido ocultos el fiscal del juicio de Nuremberg
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