Debilidades
Las declaraciones del president Mas, anunciando que si los escaños del sí no alcanzan la mayoría absoluta parlamentaria el proceso habrá acabado, son el reflejo de que la situación se vuelve insostenible también para el independentismo. En vísperas de la campaña propiamente dicha el líder de Convergència envía un doble mensaje. Al mentar la catástrofe electoral y mostrarse consecuente trata de dar carta de naturaleza al criterio de que la mitad más uno de los diputados serían suficientes para avalar la declaración inicial de constitución de un Estado propio. Junto a lo que se dirige al independentismo, advirtiendo del irremisible fracaso que supondría para sus expectativas lograr menos de 68 escaños. La confesión encierra debilidades. Viene a confirmar que el momento del sí ya ha llegado para sus promotores antes del 27-S. Su pretendida fortaleza –el órdago que el independentismo lanza a sus bases– denota las flaquezas de un movimiento que carece de alternativa a la independencia.
El independentismo parece dar por sentado que la mayoría absoluta del Parlament no sólo será suficiente para impulsar su hoja de ruta, sino que tal suficiencia acabará siendo asumida por el resto de la sociedad catalana como un factum incontrovertible. Es cierto que la contestación a dicho criterio no ocupa el centro de la diatriba pública, que se limita a la discusión de independencia sí o no. Instintivamente los discrepantes con la gestación de un Estado propio eluden la cuestión porque enredarse en ella sería tanto como conceder una ventaja de salida a Junts pel Sí. Es también lo que lleva a esta coalición electoral a pensar que, en último extremo, además de contar con la CUP emplazarán uno a uno a los electos de Unió y de Catalunya Sí que es Pot a pronunciarse sobre la hoja de ruta. La fortaleza se vuelve debilidad.
El independentismo necesita jugarse el 27-S al todo o nada si quiere activar a los suyos. Pero corre el riesgo de creerse en su literalidad la versión más truculenta que él mismo ofrece sobre el actual estado de cosas, patrocinando la idea de que “es casi imposible ser catalán en el Estado español”. Esta devaluación del autogobierno atenta contra el sentido de la realidad que la política democrática ha de cultivar en cualquier circunstancia. Y no sólo resulta contradictoria con el hecho de que el proceso descansa sobre el poder autonómico y es pilotado con traje y corbata desde el Palau. Es además tan chocante que los responsables institucionales de la Generalitat nieguen valor a lo que Catalunya tiene o a lo que podría obtener sin aferrarse al objetivo independentista que, en caso de fracasar, el nacionalismo gobernante se vería poco menos que obligado a renunciar a la gestión de lo que reste: la autonomía en manos de la Generalitat.
El independentismo necesita presentar el 27-S como la última oportunidad que a las generaciones actuales se les brinda para enderezar el curso de la historia de Catalunya, y así conmover a sus bases. Pero ello podría segregar más angustia que entusiasmo. No sólo fomenta un estado de opinión maniqueo; induce una vivencia dramática del momento entre los más incondicionales. Es más que dudoso que los integrantes de Junts pel Sí sean capaces de interpretar el escrutinio del 27-S de forma unívoca, especialmente si se aleja de sus respectivos deseos. El supuesto de Artur Mas de que el proceso podría acabar antes de que comience abocaría a algo así como a la autodisolución a la vez de CDC, ERC, ANC, Òmnium, etcétera si no alcanzan la mayoría absoluta del Parlament. Y obliga a cada manifestante de la Diada a pensar en el 28 de septiembre de tal manera que la movilización del 11 podría convertirse en la desmovilización del 27.
Si el independentismo obtiene esa mayoría absoluta se enfrentará a dificultades sin cuento. Para empezar porque su suficiencia será discutida incluso por quienes la hayan propiciado. Pero si no la obtiene el sesgo plebiscitario de la convocatoria se volverá contra las instituciones de la Generalitat y su estabilidad, hasta el punto de que podría llevar a breve plazo a la celebración de nuevos comicios. Junts pel Sí tiene asegurado el primer puesto. Pero eso no significará nada sin mayoría absoluta por la independencia. Las discusiones sobre si en caso de obtener dicho objetivo el número cuatro de la candidatura por Barcelona tendría que ser necesariamente designado president volverán a poco que el recuento despierte otras ilusiones y sus correspondientes desencuentros. Qué decir si todo se queda en nada. Las tensiones para la recomposición del mapa partidario serían tales que ni siquiera hay que descartar a un Mario Monti presidiendo un gobierno transitorio que devuelva a Catalunya de la independencia a la autonomía.