Reencuentro
Para reencontrarme con ustedes, queridos amigos lectores de La Vanguardia, había pensado en un tema amable, incluso festivo apropiado para reiniciar el contacto dominical, tras las separadoras vacaciones de verano. Me apetecía hacer referencia a las variedades de la cocina mediterránea y muy especialmente a las de la paella, que no siempre para ser exquisita debe contener marisco, pescado, conejo o pollo —los cadáveres con arroz, como los llamó don Pío Baroja— sino que puede estar deliciosa condimentada únicamente con verduras o solo con humildes garbanzos, como la preparan en algunos lugares de la costa levantina. Pero el invasivo horror cotidiano del desastre humanitario de quienes huyen de la guerra en un éxodo masivo unido al dolor por la desaparición de dos amigos escritores, el novelista Rafael Chirbes y el poeta Carlos Sahagún, me lleva a dejar para mejor ocasión las disquisiciones culinarias, eso es para algún otro domingo más venturoso en un entorno de mejores noticias.
Tanto la prensa nacional como internacional se han hecho amplio eco de la muerte de Rafael Chirbes con artículos que, más o menos afortunados desde mi punto de vista, han permitido, no obstante, que sus lectores nos hayamos podido enterar de su desaparición, entristecernos y releerle, que es siempre el mejor homenaje que se puede rendir a un escritor. Además, tenemos la suerte de que Anagrama preparare el lanzamiento de una novela inédita, París Austerlitz, para el próximo invierno.
En cambio, sobre la desaparición del poeta Carlos Sahagún el eco ha sido mucho más escaso. Murió el pasado 28 de agosto sin que ningún medio de comunicación diera puntual cuenta del hecho ni se publicara esquela o necrológica alguna, al parecer, por deseo de la familia. Posteriormente sí han aparecido en algunos periódicos diversos artículos glosando su figura.
Por esas casualidades que suele deparar el azar, la trayectoria vital de Sahagún y la de Chirbes se parecen. Ambos eran de la Comunidad Valenciana. Nacido en Onil (Alicante) el primero, en 1938 y en Tabernes de Valladigna (Valencia) en 1949, el segundo, los dos habían militado de jóvenes en partidos de izquierda, se dedicaron a la docencia, Sahagún, profesionalmente, como catedrático de instituto, esporádicamente, Chirbes, y han muerto a consecuencia de un cáncer de pulmón. Rebeldes e iconoclastas, les importaba pajarolera cosa la vida literaria oficial y tenían tendencia a rechazar cuanta conferencia, ponencia, charla o lectura se les ofrecía. De Sahagún, me consta que, cuando alguien interesado en su obra, tras complicadas pesquisas le localizaba para que accediera a dar un recital, trataba de zanjar el asunto con una pregunta tan presuntamente mercantilista como contundente: ¿Pero ustedes pagan? La respuesta solía ser la habitual: Tenemos poco dinero, pero algo trataremos de pagarle. ¡Ah,vaya! ¿Tratarán de pagarme?… Pues entonces, de ninguna manera, no voy. Si ustedes pagan, no voy. Y aunque la posibilidad de que no cobrara solía ser aceptada con alborozo por quien le solicitaba los servicios poéticos, Sahagún se encasillaba en sus trece y no iba. Prefería quedarse en casa, pasear o leer a sus poetas en esas primeras ediciones que tanto le gustaba coleccionar, antes que encontrarse con gentes desconocidas que, intuía, habrían de despertarle poco interés. Menos aún se lo merecía la situa- ción del país, degradado y corrupto de los últimos tiempos.
Recordando a Chirbes y a Sahagún, me he dado cuenta de que tal vez este contemplaba el mundo como si lo hiciera a través de la realidad terrible que las páginas de las novelas de aquel denuncian, en especial las de Crematorio y En la orilla, las dos últimas publicadas, y de ahí su hartazgo y la necesidad de buscar refugio no en lo público sino en lo privado, consciente, él que había sido, en cierto modo, un poeta ligado a la poesía social, de que ya no hay revolución que cantar ni mucho menos que esperar, pues, en general, los perros son los mismos aunque lleven distintos collares. Chirbes y Sahagún se han ido los mismos días en que el horror se agolpa a las puertas de Europa, producto del éxodo impuesto por las guerras, especialmente la de Siria, un país sin petróleo y sin materias primas codiciables en demasía, que se desangra en una guerra desde hace cinco años, que tal vez sí interese y mucho a fabricantes de armas de numerosos estados.
Todos seguimos conmovidos ante la imagen del pequeño Aylan Kurdi, que el mismo mar en que murió depositó en la playa turca de Ali Hoca Burnu, y no es para menos. Pero tal vez valdría la pena que además de conmovernos, nos moviéramos tratando de averiguar qué multinacionales fabrican las armas de los que combaten en Siria, quiénes son sus accionistas, con qué diversificados negocios cuentan, de qué ramos –¿banca, alimentación, farmacéuticas?–. Y, por descontado, en cuanto lo sepamos negarnos a consumir cualquier producto que pueda beneficiarles. Lamentablemente, los currantes de a pié apenas podemos hacer algo más cuando los poderes económicos están por encima de los políticos a los que muy a menudo tienen acogotados y maniatados. Precisamente porque a esas multinacionales les importamos sólo como consumidores y no como ciudadanos, gritémosles con nuestro boicot que, como escribió José Agustín Goytisolo “somos muchos y el planeta no es suyo”. Tal vez todavía estemos a tiempo de que no se lo apropien del todo.