Diada y cartas
Todos los nacionalismos requieren de la épica histórica, de glorificar el pasado, de localizar enemigos exteriores, supuestos o ciertos, y de proyectar dosis de frustración y esperanza en el presente para realimentar su irredentismo. No me refiero a ningún nacionalismo en particular sino a todos en general. Nada hay más parecido a un nacionalista que otro de distinto signo. La pulsión sentimental es idéntica y los recursos dialécticos muy similares. Aludo, claro es, a los nacionalismos que se insertan en sistemas democráticos y que aspiran a consumarse plenamente a través de la obtención de la soberanía de sus territorios.
El nacionalismo catalán –al menos el que ha mutado a independentista– no se sustrae a esa generalización, pero la supera. La épica del independentismo se ha sofisticado gracias a la estética cromática y popular, pacífica y multitudinaria, de perfección asiática, de sus sucesivas Diadas que han venido ofreciendo todo un espectáculo de movilización, bien organizadas por las entidades populares que secundan la secesión de Catalunya. El viernes fue el último ejemplo de esta maquinaria organizativa que funciona con precisión, concita un cúmulo de complicidades institucionales y dispone de un sistema de repercusión mediática extraordinario.
No fue una Diada como las de antes. Como escribió Miquel Roca el pasado martes en este diario “parece que esta vez la celebración de la Diada ya no estará abierta a todo el mundo”. Y no lo ha estado. El proceso soberanista, entre los muchos estragos que ha causado, se ha llevado por delante el carácter unitario del Onze de Setembre, que, además, el secesionismo ha versionado históricamente con una carga de interés pro domo sua que aclara muy didácticamente el catedrático Jordi Canal en Historia mínima de Cataluña, libro recomendable que acaba de salir y que huye de los esencialismos en el relato del pretérito catalán.
Nada que ver con la manipulación de “Espanya contra Catalunya”, el simposio celebrado en diciembre de 2013, prólogo del tricentenario de 1714, en el que un grupo de historiadores –admitiéndolo además– puso la historiografía al servicio de la causa independentista. Para diseccionar aquella reunión de académicos es imprescindible remitirse a la crónica que en este periódico publicó Jordi Amat de 15 de diciembre del 2013 (“Catalanismo vs. españolismo”) en la que sentenció que con ese epígrafe se había consumado “un título equivo- cado, pero un eslogan eficiente”.
A veces la épica lleva al lirismo que es el romanticismo patriótico mal entendido y que, a menudo, incurre en la cursilería. También hemos tenido un ejemplo acabado de ello. Porque si la carta “A los catalanes” de Felipe González se excedió en comparaciones insostenibles, la otra –criticada por su mala sintaxis y estilo–, “A los españoles”, firmada por, entre otros, Artur Mas, era descomunalmente autocomplaciente con una Catalunya que en su pasado y en su presente sería un dechado de perfecciones. Porque después de proclamar el amor de Catalunya a España –no correspondido–, el proceso era definido como la expresión “más ilusionante, firme, masiva, cívica y democrática que está viendo” Europa. El exceso no acababa ahí porque Catalunya sería “una sociedad fuerte, plural y cohesionada, (…) modelo ejemplar de convivencia, tanto como ha demostrado ser, sin lugar a dudas, a lo largo de su historia, una sociedad dinámica, creativa (…)”.
La idealización de la patria es propia de la época de la Renaixença del siglo XIX, pero en el XXI se perfila como un aniñamiento del discurso político-cultural, como un regreso a la infantilidad de la imagen de una comunidad cuyos ciudadanos disponen de medios más que suficientes para componerse la imagen de la realidad sin necesidad de autoelogios ditirámbicos que, además, se esgrimen para negar iguales o parecidas virtudes a los que se les exponen en una carta abierta en el diario de mayor circulación de España.
Toda esta exaltación emotiva, epístola a los españoles y Diada, supone, en el inicio de la campaña electoral del 27-S, una auténtica inflamación sentimental que moviliza a los convencidos y a los dubitativos y puede cohibir a los adversarios de un proceso soberanista del que sus dirigente dicen es “un anhelo de esperanza, que ha recorrido el país de norte a sur, de este a oeste, una brisa de aire fresco que ha planteado el reto de construir un nuevo país, de todos y para todos”, supeditado tal beneficio incuestionable a que ese sea el “deseo mayoritario que exprese libremente la ciudadanía catalana”. Definitivamente, la épica historicista, la movilización retransmitida y el lirismo patriótico son recursos anacrónicos, pero que, debidamente actualizados, crean un mundo de apariencias y –digámoslo sin tapujos– también de intimidaciones.
El proceso soberanista se ha llevado por delante el carácter unitario de la Diada