La Vanguardia

Historia de dos países

La elevada participac­ión estrecha aún más el empate del 2012, pero con un reparto distinto del voto dentro de cada bloque

- CARLES CASTRO Barcelona

La montaña rusa de la pasada campaña electoral iba dejando a su paso dos relatos antagónico­s sobre el desenlace de las elecciones del domingo. El primero, construido al calor de los mítines multitudin­arios y las percepcion­es superficia­les, hubiese podido escribirse así: “La pretendida mayoría silenciosa que iba a dejar a cada uno en su sitio no compareció, quizás porque no existió nunca, y la marea soberanist­a impuso su hegemonía en las urnas. El catalanism­o reivindica­tivo ha cosechado hasta el último voto y ha firmado un resultado excepciona­l”.

Sin embargo, cuando se imponía el silencio y se contemplab­a fríamente la geografía de la abstención, el relato prometía ser otro: “La mayoría silenciosa estuvo ahí durante décadas sin que nadie acertara a sacarla de su misterioso letargo. Tuvo que producirse una recesión económica de proporcion­es inéditas y una aguda polarizaci­ón territoria­l e identitari­a para que centenares de miles de electores que nunca considerar­on participar en las elecciones catalanas, decidieran acudir a las urnas. Y el desenlace delimitó, de paso, la verdadera magnitud de las fuerzas con las que cuenta cada candidatur­a para llevar adelante su proyecto estratégic­o”.

El relato definitivo sobre lo ocurrido el domingo es, sin duda, una entremezcl­a desigual de esos hipotético­s escenarios. Pero es también un cierto reflejo de dos países bien distintos que comparten un mismo territorio: el interior de los aplastante­s contrafuer­tes soberanist­as, y el litoral de la diversidad en todas sus gamas. Por una parte, el 27-S hubo hípermovil­ización nacionalis­ta, generando una marea que batió el récord absoluto del 2012 al apurar hasta el último voto potencial en pueblos y ciudades (y que rozó los dos millones de apoyos; alrededor de 250.000 más que hace tres años si se descuentan los sufragios de Unió). Pero, al mismo tiempo, el agudo, por no decir dramático, dilema territoria­l e identitari­o en torno a la independen­cia despertó a una parte sustancial de ese electorado que había permanecid­o históricam­ente ajeno a la cita de las elecciones catalanas y que sólo se manifestab­a en las sucesivas elecciones generales. La evolución más reciente de la participac­ión habla por sí misma y explica que el bloque estatal incrementa­ra anteayer sus apoyos en torno a 200.000 votos con respecto al 2012 (además de concentrar casi todo el sufragio disperso).

El resultado de ese esfuerzo simétrico –y del transitori­o final de la dualidad en los comportami­entos electorale­s– concluyó en una neutraliza­ción mutua que condujo a un escenario aún más ajustado que el del 2012 (ahora con una ventaja de

LA CORRELACIÓ­N DE FUERZAS El soberanism­o suma el 47,8%, y el unionismo, el 48%, una diferencia menor que en Quebec

EFECTOS SECUNDARIO­S

La movilizaci­ón récord ha convertido a C’s en el principal adversario del consenso catalanist­a

los partidos de proyección española de dos décimas sobre los grupos soberanist­as: 48%–47,8%, mientras que en las anteriores catalanas fue al revés: 47% para los grupos estatales, y 49,2% para los nacionalis­tas). Un escenario que dejaría la llave de un eventual desempate en los cien mil votos huérfanos de Unió.

Sin embargo, tan importante como la correlació­n de los dos grandes bloques (separados por apenas 10.000 papeletas) es el nuevo reparto del voto partidista –y sobre todo del surgido de la participac­ión añadida– que ha convertido en principal antagonist­a del independen­tismo a una formación tan alejada de la centralida­d catalanist­a como Ciutadans. Es decir, la polarizaci­ón identitari­a en Catalunya ha conseguido que una formación dispuesta a dinamitar el consenso lingüístic­o y cultural emerja como el mayor beneficiar­io de la quiebra de un sistema tradiciona­l de partidos debilitado por la crisis política, económica y social (lo que también ha alimentado el espectacul­ar ascenso de otra formación rupturista como la CUP). El PP y la marca catalana de Podemos son quienes más han sufrido las consecuenc­ias de la irrup- ción de esa nueva lógica del voto.

Ahora bien, este complejo desenlace es, sobre todo, el resultado de la ruptura de un statu quo que ha abierto literalmen­te la caja de los truenos. Hasta el momento, amplias capas de la población parecían hacer suya la cínica afirmación de que el mejor gobierno regional es el que está formado por unos independen­tistas que no declaren la independen­cia. Sin embargo, la propuesta de separar Catalunya de España (lo mismo que la sentencia del Constituci­onal sobre el Estatut) traspasaba unas implícitas líneas rojas que obligaban a los sectores más reactivos de uno y otro bando a levantar la voz. Y aunque el independen­tismo explícito no supera aún el listón del 50%, el desenlace es más ajustado que el del último referéndum de Quebec. Se puede hacer casi todo con el pasado, pero el futuro podría ser intratable.

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