Las castas en España
Está sonando en España la palabra casta, lo cual me ha llevado a repasar la obra del historiador Américo Castro en sus dos versiones: España en su historia: cristianos, moros y judíos, de 1948, y La realidad histórica de España, de 1962. En la primera pone como título del capítulo XI: “Castas más bien que clases”.
“El cristiano se creyó superior por hallarse en posesión de una creencia mejor, con lo cual es explicable que surgiera un sentimiento más de casta que de clase. A la larga los hispanocristianos acabaron por sentirse una casta superior por el hecho de ser cristianos y no moros ni judíos. Las tareas sociales tuvieron que diversificarse no según su valor objetivo, sino de acuerdo con la casta que las creaba. Eran moros el alfayate, el alfajeme, el harriero, el albañil, el alarife, el almotacén, el zapatero, etcétera; eran judíos el almojarife, el médico, el boticario, el albéitar, el comerciante, el astrólogo, el truchimán. El cristiano era todo eso en proporción mínima y su meta fue ser hidalgo o eclesiástico”.
Por su actualidad, merece citarse este párrafo desconcertante con que acaba el capítulo 2, “Islam e Iberia”: “Mientras el noreste de España se estructuraba con Santiago, Cataluña vivía con las espaldas vueltas a todo eso y sin desarrollar iniciativas audaces y poderosas. Ni siquiera pudieron darse allí las circunstancias que determinaron la independencia de Portugal porque Cataluña no perteneció nunca totalmente a España, ni tampoco dejó de pertenecer a ella: un drama desgarrador que sólo viviendo a España desde dentro de su historia cabe entender en su integridad. España como un todo vivió y vive desviviéndose; Cataluña discurre también por esa órbita, aunque fue además condenada a girar sobre sí misma; condenada, mientras sea Cataluña a buscarse sin encontrarse. He ahí el precio pagado por su escasez de mozarabismos”.
Pues sí que estamos aviados, Don Américo. Si entendiera lo que quiere usted decir en estas frases, seguramente me preocuparía, pero ya hace que dejé de dar importancia a los que viven desviviéndose o les duele España. Son incomprensibles y antiguos.
En su segunda versión del libro, en la in- troducción de 1965, dice otras cosas más claras y estas sí, más preocupantes: “Castilla no se impuso por ser centro; sus reyes antes de Felipe II movían su corte de acá para allá, carecieron de sede fija; dominaron los castellanos a causa de la dimensión imperativa de sus personas”. ¡Cielos! Así como el opio duerme porque tiene “una virtud dormitiva”, según la comedia de Molière, el castellano domina porque tiene “una dimensión imperativa” en su persona. Sin comentarios.
Luego dice que el problema español fue de castas y no de razas, las castas, moras y judías. Antes había dicho “castas más bien que clases”. Pasa así de Marx a Stewart Chamberlain. Y luego le lleva la contraria a Vicens Vives, que escribe: “Como el resto de Europa, la vida española entre 1815 y 1868 fue afectada por un hecho político de base (la quiebra del antiguo régimen y el auge de la ideología liberal), una coyuntura económica general (la organización del maquinismo y la organización industrial moderna) y una subversión del espíritu (el romanticismo)”. Y comenta Castro: “Nada de esto es cierto; es evasivo”. Según él la evolución de España y la de Europa no siguieron di- recciones paralelas. Menos mal que formamos parte de Europa por ley y por tratados desde 1986, si no, Don Américo nos deja en el limbo.
Este es el tipo de pensamiento que subyace en la incomprensión actual entre Madrid y Catalunya. Un pensamiento que Ortega en su España invertebrada resumía así: “No se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral”. Menos mal que soy medio castellano y por eso percibo algo del “gran problema de la España integral”, si no debería parar de escribir.
Para los que no deseamos la independencia pero nos sentimos catalanes, este tipo de lenguaje es intolerable y este pensamiento engreído, ególatra y de casta superior debe desaparecer. No se puede sentarse a negociar el futuro encaje de Catalunya en España dando por bueno el pensamiento de Ortega, Américo Castro y otros pensadores españoles como ellos, supuestamente liberales y tolerantes.
Vicens Vives escribía con notoria sensatez: “Es muy dudoso que España sea un enigma histórico, como opina SánchezAlbornoz o un vivir desviviéndose, como afirma su antagonista [Castro]. Demasiada angustia unamuniana para una comunidad mediterránea con problemas muy concretos y delimitados: procurar un modesto pero digno pasar a sus treinta millones de habitantes”.
La solución es olvidar esta arcaica quincallería centralista y sentarse a negociar con las tablas input-output regionales sobre la mesa, con las balanzas interregionales delante de los ojos y con la mentalidad de ciudadanos libres, iguales y plurales del siglo XXI. No con “cabeza castellana de órganos adecuados” ni con castellanos “de dimensión imperativa”, sino con hombres ordinarios como todos los demás que negocien. Queden las castas y el casticismo unamuniano olvidados en el baúl de los anacronismos históricos. Hablemos todos como ciudadanos europeos del siglo XXI. Porque a estas alturas de la historia se negocia, no se manda.