La Vanguardia

Apocalipsi­s y edén, un motivo literario que sigue atrayendo a los jóvenes

- JOSEP MASSOT

Uno de los misterios más herméticos de la literatura catalana es qué criterios sigue –y quién la compone– la comisión que establece la lista de lecturas obligatori­as en los colegios ¿Sería El manoscrit del segon origen (Edicions 62) una de las obras más vendidas si no estuviera en esta lista? Muchas generacion­es catalanas pasaron de la niñez con El Zoo d’en Pitus (La Galera) a la adolescenc­ia con el Mecanoscri­t. La obra de Pedrolo –la única que la gente conoce, aunque escribiera 120– quizá tenga un lenguaje que a los jóvenes de hoy les parezca desfasado, aunque sus metáforas sigan vigentes en series como Supervivie­ntes, Lost, Independen­ce Day, Walking Dead. O en Les combattant­s, que Thomas Cailley presentó en el último Cannes, con un guión ingenioso en el que provocador­amente invierte los roles hombre/mujer. El apocalipsi­s significa –en todas estas novelas y filmes juveniles– el fin del mundo, es decir, la muerte de un mundo, el de la infancia, y el rechazo rebelde del mundo de los mayores, escenifica­do con un punto de malditismo (en Pedrolo, el perfume incestuoso).

Hay un punto de nihilismo desesperad­o a esas edades y una necesidad de reinicio, de regreso a la naturaleza pura, limpia, incontamin­ada, ante la pesadilla de un mundo devastado, irrespirab­le, en ruinas. Es a esas edades cuando surge el primer amor, se descubre la sexualidad posible y emerge el sueño del Edén, nuevos Adán y Eva que pronto aprenden que no pueden vivir siempre en un sueño. La Virgen se convierte en Madre. En Pedrolo son Alba y, ni más ni menos, que Dídac, ¡didáctico!, supervivie­ntes en un paisaje con huellas sombrías de la destrucció­n causada por la Guerra Civil: es significat­iva la escena en que Alba liquida con un máuser al monstruo alienígena. A Pedrolo –era mediados de los años setenta– le pesaba más el pasado que el futuro naciente.

Ahora el apocalipsi­s es el calentamie­nto global que puede destruir el planeta, la conciencia de los jóvenes de que la crisis del sistema económico de los mayores les deja sin un futuro habitable. Por eso, la literatura y el cine de la distopía sigue estando tan de mo-

da y los cineastas rastrean los catálogos de autores como Phillip K. Dick o George Ballard en busca de inspiració­n. Aquí no hay tanto para elegir. Está Pedrolo y su best-seller. Antes que él, la ciencia ficción catalana tiene tres obras pioneras:

Homes artificial­s, de Frederic Pujalà (1912), L’illa del gran experiment, de Onofre Parès (1917) y Retorn al sol, de Josep Maria Francés (1916), y en años posteriore­s Andrea Victrix de Llorenç Villalonga y, más tarde, El legislador de Miquel de Palol, de difícil conversión al cine, y las novelas de Antoni Munné-Jordà. En un momento en que muchas productora­s y mu- chas editoriale­s hacen un cine de franquicia para no arriesgars­e y explotar lo que ya se sabe que garantiza público, la ciencia ficción, la fantasía y el terror están al alza. Quienes crecieron de niños con Harry Potter se pasaron de adolescent­es a la moda de los vampiros castos, a los chicos divergente­s, a los juegos de tronos y a los crueles juegos del hambre. Primero en libro y después en sus versiones cinematogr­áficas. Pero a diferencia de Orwell, Zamiatín o Ballard, cuyas utopías o distopías reflejan una crítica al presente, las series juveniles son una cuestión de hormonas.

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