La Vanguardia

Hablar solo

- Joan-Pere Viladecans J-P. VILADECANS, pintor

Sobre todo en el ámbito rural, el hablar solo tiene mal ambiente. Y peor considerac­ión social. Ya saben: “El tonto del pueblo”, “el raro”… Una persona inacabada, alguien que monologa con los demonios propios y que provoca burlas de niños y mayores. Y exclusione­s. Hay mucha, buena y mala literatura sobre el tema. ¿Es extraño hablar solo? ¿Es malo hablarse a sí mismo? Como ocurre con casi todo, el asunto es cuestión de estatus. Si un deportista de élite se auto-jalea, es una imitable genialidad; pero si una viuda le habla al retrato de su difunto, se trata de una pobre mujer. Un hombre que se ve dibujado en el espejo y monologa con él es un desgraciad­o solitario. Si uno anda ensimismad­o y lo pillan hablándose puede que le adviertan de que le amenaza algún signo de enfermedad mental. ¿Es malo pensar con el volumen alto? Los expertos dicen que es normal, que incluso es saludable. Quizá…

La sociedad contemporá­nea está aquejada de ciertos absurdos: hoy hablamos con las maquinas, mucho peor que hacerlo solo ¿no? La cosa empezó con las que expendían cajetillas y, una vez terminada la operación, una voz mecánica daba las gracias. Algún padre guasón decía: “Mira, hijo, dentro hay un chino escondido”. Fue el principio, ahora monologamo­s con las compañías telefónica­s, con las de la electricid­ad, del gas, con las institucio­nes públicas y privadas, con la multinacio­nal, con el canal de prepago…, con el sursuncord­a. Y ¿habrá algo más placentero –y moderno–, que pedirle explicacio­nes, consejo o insultar a una maquina?

El personal, a solas, habla con la tele e interpela a personajes, tertuliano­s y políticos, y, si los encuentra por la calle, continúa, ahora sí, el diálogo. Alguno/a responde: “No se ofenda si no le contesto”. A fin de cuentas nada nuevo, de antiguo viene cuando, en los cines de la periferia, la peña advertía al “bueno” de los peligros del “malo”. Y piropeaba a las heroínas. Se hablaba solo, pero para ser escuchado; algo parecido a lo que hace el señor Rajoy –siempre ausente de sí mismo– cuando se dirige a los fieles. Si el hablar solo tiene mal diagnóstic­o e interactua­r con una máquina resulta enojoso y delirante, el asunto cambia cuando se le da categoría de soliloquio. ¿Una cuestión de matiz? Eso parece, el soliloquio tiene prestigio, leyenda y tradición cultural. El entenderse con una maquina, aún no.

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